“Se dice que somos el ‘antepueblo’ de los paraguayos, los anteriores. Ya que somos eso, ¿por qué no contamos con el derecho —y el privilegio— de ser tenidos en cuenta?”, reclama Jacinta Pereira Hicret, del pueblo Sanapaná.
Ella es lideresa de la comunidad Redención o Yesoal Sectema, del departamento de Concepción, que está compuesta por siete pueblos diferentes: Sanapaná, Enxet, Chamacoco, Guaná, Angaité, Toba Qom y Paî.
Al existir esa diversidad, relata Jacinta, se trata de una comunidad pluricultural, lo que implica un trabajo constante de comprensión y empatía hacia los demás: “Tenemos un mismo sentir y una misma necesidad, nos diferencia el idioma; pero siempre nos unimos para el bien de todos”.
“Vemos a las mujeres y a nuestras niñas violentadas, ¿pero a dónde recurrimos para la protección?”, reflexiona. “Existen muchas leyes; como si fuera que nos sirven, como si fuera que nos empoderan, pero es algo negativo otra vez porque los papeles existen, ¿pero quién los aplica, quién los hace vibrar para que sea algo real, que nos ayude realmente a nosotras, las mujeres indígenas, y a nuestro pueblo?”.
Dentro del marco regulatorio que los protege podemos citar nuestra Carta Magna, en sus artículos 62 al 67; el Estatuto de las Comunidades Indígenas (ley n.º 904/81), y la ley n.º 43, de regularización de asentamientos. Y decenas de tratados internacionales, que muchas veces no son cumplidos. “No nos dan la educación que merecemos, tampoco la salud que necesitamos, ni mucho menos el trabajo deseado”, apunta Jacinta.
Ante las vulneraciones de sus derechos, los miembros de la comunidad acuden a Jacinta. Para ella, la violencia —y pone énfasis en los tipos de violencia física y psicológica— también es una cuestión que tratar a nivel político y personal: “Quien comete el daño tiene que aprender que la vida de esa persona significa mucho. El niño, la niña y las mujeres son muy importantes para la vida. Si es una criatura, hay que tener en cuenta que debe crecer bien, con pureza, para enfrentar otra vida y mejorar su sistema de existir”.
En ese sentido, es importante destacar la lucha por la vigencia de los derechos, garantizados por ley. Esta falta de seguridad es un tipo de violencia, ejercida por el Estado, cuya función es la de proteger a sus habitantes. “Es una lucha muy grande, un proceso para mejorar esta situación, para que podamos salir adelante y que las nuevas generaciones tengan un futuro libre y sin violencia”, afirma Jacinta.
Jacinta es lideresa de su comunidad desde hace 14 años. “Me eligieron porque che rova’atâ”, se ríe y explica: “Las mujeres sentimos más las preocupaciones de la comunidad, porque es como percibir la necesidad de tus hijos”.
Desde entonces, Jacinta empezó a trabajar en una gestión sin descanso que tuvo muchos logros: la titulación del terreno en el que vive, la construcción de viviendas, una Unidad de Salud Familiar (USF), una escuela con todos los niveles y educación para adultos. Puso mucho énfasis en el deporte, por lo que se crearon una cancha de fútbol de salón y otra de campo. También se está construyendo un consultorio de odontología.
“Cada cinco años cambia el Gobierno, pero para nosotros el abandono es el mismo”, protesta la lideresa, en reclamo ante la contradicción de ser llamados pueblos originarios al mismo tiempo en el que se trata de la comunidad más vulnerable. “Ojalá que en ese lugar, algún día, esté alguien que ame a los pueblos indígenas, que dignifique y otorgue el acceso correspondiente a sus derechos y que las nuevas generaciones se empoderen”, declaró con respecto a la presidencia.
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“Ese sería un gran orgullo del Paraguay, porque los pueblos indígenas son el alma de la cultura paraguaya”, reflexiona.
Margarita Mbywangi, del pueblo Aché, es un testimonio vivo de la violencia a la que fueron y siguen siendo sometidas las mujeres indígenas.
Ellos fueron víctimas de un etnocidio que comenzó en 1950 y continuó en los 60. Miles de indígenas fueron asesinados, mientras que a otros se los esclavizó —en pleno siglo XX—.
Es el caso de Margarita, que fue raptada y vendida como criada en dos ocasiones y que recién pudo recuperar su libertad a sus 20 años, cuando buscó su identidad y volvió a su comunidad, Chupa Pou. La adaptación implicó un gran trabajo, pero a sus 30 se convirtió en la primera mujer cacique de su pueblo y representó a las parcialidades indígenas en la Constituyente de 1992.
En el 2008, bajo la presidencia de Fernando Lugo, fue nombrada ministra del INDI y se convirtió en la primera mujer indígena en lograr un rango ministerial en Paraguay. Ella considera que la situación de la violencia de género en el país es muy preocupante y que es una realidad que, de a poco, va penetrando en sus comunidades.
“Nosotros, como pueblos indígenas, siempre decimos que somos compañeros, por eso no aceptamos la violencia”, explica. “No somos una cosa de ellos, nuestro matrimonio es una unión de compañeros. (Por la incidencia de la cultura hegemónica) eso se está perdiendo, hay mucho maltrato”, resalta.
“Nosotros mismos estamos dejando nuestra cultura, y a través de eso penetra la violencia en nuestra comunidad”, relata. Otras preocupaciones son el abuso de drogas y el alcohol.
Margarita denuncia que, al acudir a la policía, las comunidades indígenas son ignoradas. “Nos dicen: ‘Esos son problemas de ustedes’. No hay asistencia que proporcione seguridad a la sociedad, al herido. Yo creo que el Estado debe buscar la forma de garantizar la protección de todas y todos, que se debe trabajar en salud física y mental para poder prevenir esta violencia”, resalta.
Además, Margarita considera necesaria una mayor difusión del marco legal que ampara a las comunidades indígenas y especialmente a las mujeres. “Para que podamos conocer nuestros derechos y nuestras leyes, y así exigir al Estado lo que corresponde”, detalla.
Gelga Mercedes Guainer, del pueblo Guaraní Occidental, es psicóloga social y activista por los derechos humanos de los pueblos indígenas. Desde su perspectiva, considera que la situación de la violencia hacia las mujeres de pueblos originarios alcanzó un pico. “Si tuviésemos un cuadro con colores, ya estaríamos en rojo”, resalta.
Entre las violencias que viven estas mujeres se puede resaltar, por un lado, la doméstica, que muchas veces es invisibilizada y acallada. “Dentro de mi pueblo, veo también esos maltratos, pero hoy en día nosotras tenemos un protagonismo muy importante al marcar esas diferencias”, cuenta y resalta el rol femenino dentro de sus comunidades.
Por otro lado, cita tipos de violencia más estructurales, como el machismo, por ejemplo. Según identifica, la lucha no solo se da en el seno familiar, sino también en los liderazgos —en su pueblo, son ejercidos por varones por derecho innato—, que muchas veces en pos de la preservación de la cultura, coartan los deseos de progreso de las mujeres y juventudes.
“Desde mi pueblo, nosotros los jóvenes no es que nos rebelamos en contra de los líderes, sino que exigimos que se cumplan nuestros derechos como juventudes indígenas, tanto individuales como colectivos”, explica y añade que “muchas veces nos enfrentamos a los dirigentes cuando queremos proponer proyectos para mejorar el sistema educativo, sin dejar de lado nuestra cultura”.
Para Gelga, la violencia estatal hacia los pueblos indígenas se puede ver desde la falta de garantía de derechos. “Cuando hablamos de cuáles son las principales demandas, nos estamos refiriendo a un todo”, remarca. Y explica: “No podemos hablar de comida solamente, porque si te referís a la alimentación, también tiene que ver el territorio; y si hablás de territorio, eso engloba todo lo que integra esa tierra: los hijos, la cosecha, el agua”.
En ese sentido, subraya la falta de acceso al agua en muchas comunidades y la invasión de los territorios indígenas. “Esta situación se agrava para dar espacio a la ganadería y al agronegocio. De hecho, ahora vimos que se puede plantar soja en el Chaco y soy la primera en asustarme: no se trata de defender solamente los derechos humanos de nuestros pueblos, sino también al medioambiente”, alerta, pues compara la situación de las comunidades que ya fueron afectadas por la problemática en la región Oriental del Paraguay.
Integración latinoamericana
La realidad que describimos no está aislada del contexto. Son las mismas luchas las que tienen las mujeres indígenas en todo el continente latinoamericano e, incluso, a nivel mundial.
Desde la revista Pausa, aprovechamos el encuentro Abriendo caminos. Hacia una respuesta a la violencia contra las mujeres indígenas, para conversar con figuras representativas de nuestro país, pero también internacionales, como Alma López Mejía, líderesa Maya K’iche, de Guatemala, reconocida por su gran contribución a la defensa de sus derechos.
En Guatemala, con una población mayoritariamente indígena, joven y femenina, la situación no es muy distinta en términos de violación de sus derechos. “Son altos los números de denuncias por violencia física, se elevan los casos de feminicidio, de persecución a liderazgos que defendemos el territorio, y un porcentaje alarmante de niñez y adolescencia víctima de maltratos, pero además de embarazo precoz”, resalta.
Según cuenta, las posibilidades de empleo son ínfimas, hay malas condiciones de trabajo y la economía informal guatemalteca está sostenida principalmente por las mujeres, una realidad no muy distinta a la de nuestro país. Por otro lado, la representación política femenina es muy baja: “Solo contamos con tres diputadas de 168 escaños. Somos quienes posicionamos a los candidatos, pero los beneficios después no llegan”. Y más de un paraguayo se sentirá identificado.
En Guatemala, la lucha por el territorio es la misma. “Muy poca población es dueña de su tierra”, cuenta López. “Hay un problema muy serio de desalojos de la población indígena”, resalta. Mientras, también expone que existen problemas de límites, de colindancias de territorios entre ciertos sectores, como por ejemplo el narcotráfico, que está generando otra problemática aún más violenta.
Ante las violencias estatales y civiles, la migración es la salida común. Por un lado, “al Norte”, es decir, a Estados Unidos, a donde se dirigen principalmente niños y adolescentes no acompañados; por otro, a las ciudades y centros urbanos: “Ahí es donde pierden todo: su tierra, su identidad y sus recursos. Así, van a vivir de lo que pueden mientras dejan abandonado su territorio”.
Alma cree firmemente en el poder popular y la organización: “Por medio de eso es que sostenemos demandas como el ejercicio de derechos, individuales, específicos y colectivos; la libre determinación de los pueblos; el reconocimiento de los territorios; el fomento de una participación política abierta, informada y consciente, sin prebendarismos; el cumplimiento de los marcos legales internacionales y nacionales que amparan a los indígenas; el reconocimiento a las organizaciones y el respeto a sus liderazgos, con énfasis en el fin de la persecución a los luchadores que defienden la tierra, y el cumplimiento real de las políticas públicas y los acuerdos nacionales e internacionales, sin menoscabo de recursos”.
Todo a fin de disminuir el racismo, la discriminación y la exclusión hacia los pueblos indígenas, que son otros tipos de violencia.
Los datos
El sociólogo Tenti Fanfani escribió, parafraseando a Bryant, que el pasado es continuamente constitutivo del presente y que a este lo forman los momentos resultantes de una larga cadena de antecedentes y contingentes, una trayectoria. Esta violencia no es novedad, es estructural y viene afianzada desde la sociedad colonial del Paraguay de los siglos XVI y XVII, basada en la apropiación de las mujeres indígenas, utilizadas para la servidumbre (e incluso para satisfacción de los deseos sexuales) del colonizador.
El investigador social Luis Caputo, en un material titulado Situaciones de violencia y trata contra las mujeres jóvenes indígenas en Paraguay (2013), dio cuenta de las condiciones de este sector poblacional en nuestro país.
La violencia de género intrafamiliar es el problema que más afecta a la muestra recabada, con el 17 %; le sigue la separación de hijos e hijas de sus padres —desaparición de niñas, niños y adolescentes—, también con el 17 %.
En el análisis así mismo se mencionan la violencia física, y la explotación laboral y sexual de parte de narcotraficantes. También se detallan: el homicidio en conflictos en establecimientos agropecuarios y/o de narcotraficantes que rodean a las comunidades indígenas, el atropello a su soberanía territorial, la deforestación ilegal, la servidumbre doméstica y la trata de personas.
La desigualdad de género, étnica y por la edad joven, atraviesa la mayoría de las situaciones de violencias registradas, resalta el investigador. Caputo enfatiza específicamente a la trata con fines de explotación laboral con altos índices de victimización femenina, fundamentalmente niñas, adolescentes y jóvenes mujeres; así como la violencia de género intrafamiliar.
Este estudio resulta de suma importancia para hacer un análisis general del estado de la situación, pero también es necesario contar con más datos actualizados.
Un cambio necesario
Durante el mencionado encuentro, Tina Alvarenga, representante de la Articulación de Mujeres Indígenas del Paraguay (MIPY), afirmó que aunque no haya estudios desagregados de cómo afecta la violencia a las mujeres indígenas, estas situaciones se sienten en carne propia, pues son parte de “la mentalidad todavía muy colonialista, el racismo y la discriminación que vivimos todos los días, como, por ejemplo, cuando nos rechazan en el sistema de salud”, señaló.
Urge, como tarea pendiente de los investigadores, contar con más datos sobre un tipo de violencia que afecta a una de las comunidades más vulnerabilizadas de la población paraguaya, que permita crear políticas públicas de Estado para su protección.
Al resto de la sociedad, nos queda desaprender esta mentalidad colonialista, que tan bien describió Tina Alvarenga.
- Por Laura Ruiz Díaz. Fotografía: Fernando Franceschelli.