Por: Blas Brítez | Periodista | kikecruz@gmail.com
Los casos de litigio estratégico de comunidades que se sienten no solo desplazadas del “modelo” económico agroexportador paraguayo, sino también agredidas en su propia constitución histórica y cultural, no son muchos en Paraguay. Pero existen. Se dan tanto ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, como en el ámbito del sistema de Naciones Unidas. Últimamente, se han presentado cuatro nuevos casos que grafican, certera y terriblemente, la manera en que funcionan las relaciones de producción dominantes, con su Estado diseñado a medida, frente a las tradicionales y resistentes formas de vida que desde la pobreza estructural y la discriminación histórica reflejan los colectivos culturales y sociales del Paraguay actual. Dichos casos han sido presentados ante el Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, que vigila el cumplimiento del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos que Paraguay ha suscrito, y al que se atiene jurídicamente por medio de instrumentos supranacionales.
Recientemente, el abogado Hugo Valiente publicó el libro Comunidades en lucha. Cuatro demandas al Estado paraguayo por violación de Derechos Humanos, mediante los auspicios de la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy) y BASE-IS. El primero de los casos me parece que resume, aún a cuenta de su complejidad, las muchas variables de lo que significa sufrir “la injusticia de la Justicia” en Paraguay. Muestra qué significa litigar estratégicamente contra los extravíos y preferencias de esta. Muestra cómo el aparato judicial paraguayo se erige en brazo de un Estado con sordera consuetudinaria cuando de las vicisitudes de las minorías se trata. Minorías que fueron despojadas de su carácter de mayoría (cuando se trata de comunidades indígenas) en operaciones de “limpieza étnica” anteriores a la constitución del Estado, y aún después de ella. Es ese mismo Estado que no ha pagado nunca su deuda con aquellos a los que ha convertido en “minorías” a la fuerza.
Por eso, y por otras imposiciones tácitas de espacio y efectividad narrativa, me limitaré a resumir solo el caso de Campo Agua’ê que se narra en el libro.
Y desde afuera, la fumigación
En 1987, una comunidad de familias Ava Guaraní del Departamento de Canindeyú, tras muchos años de resistencia y reivindicación de sus derechos territoriales ancestrales, relacionados con un hábitat cultural específico y milenario, logró la adjudicación de 980 hectáreas de tierra, bajo la forma de colonia. Esta extensión geográfica es apenas una parte mínima que formaba parte de un amplio territorio indígena, que desde fines del siglo XIX comenzó a ser sometido a usufructo comercial y especulativo, mediante el despojo, por parte de actores de una naciente y expansiva economía de enclave, sobre todo impulsada por empresas de origen extranjero.
Veintisiete años después de aquella conquista, la denominada comunidad indígena de Campo Agua’ê sobrevive heroicamente en medio de un aislamiento que es característico del siglo XX paraguayo y su indiferencia estatal. El stronismo negaba dicha indolencia pública, y al mismo tiempo se vanagloriaba de las “obras” en materia de servicios que supuestamente encaraba, a partir de una elefantiasis benefactora que nunca fue tal ni lo sería en tiempos de apertura democrática. Campo Agua’ê es un símbolo de esa mentira benéfica a cuatro manos de la dictadura y la democracia: no tiene energía eléctrica, ni agua potable, ni puestos de atención primaria de la salud, ni servicios básicos de ninguna índole, a 29 kilómetros del distrito de Curuguaty. Y no solo es símbolo de aquel engaño de la reforma agraria stronista, y de la inclusión constitucional de la diferencia (pueblos indígenas) en democracia: es una enorme, implacable metáfora de lo que en la segunda mitad del siglo pasado Augusto Roa Bastos llamaba, tan repetidamente por todos, una “isla rodeada de tierra”, refiriéndose al Paraguay con respecto al resto del mundo. Campo Agua’ê va más allá y más acá de aquella definición roabastiana: hoy día es una “isla rodeada de soja”, como especie de amenazo del aislamiento que Paraguay está sufriendo (y puede sufrir más) dentro del mismo Paraguay: centros de convivencia humana acogotados por el monocultivo agroexportador, destruidor de vitalidades culturales, ambientales y humanas.
Antes dedicadas a la ganadería, desde hace seis años la empresa Issos Greenfield International SA, que explota la estancia Monte Verde, y la estancia Vy’aha, se dedica al cultivo extensivo y mecanizado de soja, sorgo y maíz. Ambos establecimientos rodean completamente a Campo Agua’ê. El primero de ellos posee 12.000 hectáreas de extensión. Desde que han empezado a dedicarse a la agricultura mecanizada, sostenida con la utilización de agrotóxicos, la situación medioambiental que abriga a Campo Agua’ê se ha ido deteriorando a ritmo acelerado, afectando cada vez más visiblemente la calidad de vida de por sí empobrecida de sus habitantes. Cuenta Valiente:
“Luego de las lluvias, al bajar el agua por la pendiente desde plantaciones fumigadas, han muerto gallinas y patos de las familias por deriva del agua envenenada, llegando inclusive a consumirse estos animales muertos por la escasez de alimentos. A su vez, los agrotóxicos han perjudicado los cultivos familiares de subsistencia y de maíz, único cultivo de la comunidad que produce renta. Los árboles frutales de la comunidad han dejado de dar frutos. Las colmenas silvestres que existían en el territorio han desaparecido por la mortandad masiva de abejas”.
En la temporada de siembra de soja de octubre de 2009, tractores de las estancias lanzaron una ingente cantidad de material fumigador, en algunos casos a metros de las viviendas, de la escuela y del camino de acceso al centro de Campo Agua’ê. Según las denuncias, el rociamiento tuvo lugar en horas de clase en dicha escuela, por lo que niños y niñas resultaron afectados por la fumigación de manera directa. El 30 de dicho mes, Benito Oliveira y Lucio Sosa, líder y docente de la comunidad, respectivamente, denunciaron el hecho ante la Fiscalía Penal del Medioambiente del distrito de Curuguaty, a fin de que intervinieran en el caso. En la denuncia, además de dejar patente el carácter violatorio de leyes medioambientales básicas, hicieron constar los efectos de la acción de los agrotóxicos: “Diarrea, vómitos, problemas respiratorios y otro tipo de dolencias”, por lo que urgían “se realicen las investigaciones correspondientes para salvaguardar nuestros derechos”.
Tres días después, la Fiscalía comunicó al Juzgado Penal de Garantías de Curuguaty que los actos investigativos preliminares tendrían inicio. El caso se asentó en la carpeta fiscal 1303/09 caratulada como: “Averiguación de un supuesto hecho punible contra el medioambiente. Uso irregular de agroquímico”. El fiscal asignado era Miguel Ángel Rojas, y el juez, José Dolores Benítez.
Dos semanas más tarde, el acta de procedimiento dejó constancia de lo siguiente:
"[...] se pudo observar que varias casas, de construcción precaria, de madera con techo de paja pertenecientes a los indígenas, se hallan a poca distancia de los cultivos de soja unas de otras, a diez metros aproximadamente [...], sin utilización de barreras de protección, las plantaciones se inician desde el límite que une la propiedad privada con la Colonia Indígena”.
En la misma estancia, luego de unas semanas, inspectores del Servicio Nacional de Calidad y Sanidad Vegetal y de Semillas (Senave), documentaron la presencia de 149 bidones de 20 litros cada uno del herbicida Paraquat (prohibido, excepto especificacio nes atentísimas de la Senave) y unas 40 cajas de 4 bidones cada una de insecticida Endosulfán (prohibida también) y dos litros de Cloriporifós. Ninguno de ellos tenía en regla sus papeles para la utilización, según la investigación.
Luego, el 27 de noviembre, la Fiscalía se hizo presente en el otro establecimiento, la estancia Vy’aha. Allí se volvió a comprobar “que los ranchos y la escuela se hallan al borde del lindero de la Colonia con los cultivos de soja, distantes unos diez metros aproximadamente uno de otros, sin mediar entre ellos barrera de protección, conforme exige la ley”, como reza el acta.
Desde la comparecencia de un supuesto capataz de Vy’aha, el 1 de diciembre de 2009, en donde el mismo adujo que “no sabía que se necesitaba barrera de protección hacia el lado donde linda la Colonia Indígena con los cultivos”, según consta en su declaración, la Fiscalía dejó de realizar actos investigativos. Solo luego de que en agosto de 2010, los abogados de la Coordinadora de Derechos Humanos del Paraguay (Codehupy) ampliaran la denuncia ya existente, la Fiscalía imputó a los propietarios de ambas estancias: Sebastián Nilson Mendes (estancia Vy’aha) y Ali Mohamed Osman (Issos Greenfield International SA). Un mes después, los líderes de la colonia presentaron una querella adhesiva contra ambos. Luego de que la Fiscalía no produjera ninguna otra prueba, el 4 de febrero de 2011 formuló acusación contra los acusados, ratificado por el Ministerio Público el 1 de junio.
El Ministerio Público, el fiscal y el mundo de Kafka
A partir de aquí, comienza el circo procesal a que nos tiene acostumbrados la Justicia paraguaya, que no tiene nada que envidiar a los procedimientos dilatorios de las novelas de Franz Kafka: la primera audiencia preliminar convocada para el 1 de julio de ese año, para saber si el caso era elevado a juicio oral y público, fue suspendida por supuestos errores procedimentales: el Juzgado no había notificado debidamente a las partes, además de excusas de incompatibilidad de agenda por parte de la Fiscalía. Las notificaciones fallidas se repitieron ¡en otras siete ocasiones! Recién el 25 de junio de 2013, cuatro años después de los hechos, se fijó la audiencia preliminar. Y aquí hace su aparición estratégica el nuevo fiscal asignado para la causa: Jalil Rachid Lichi.
En dicha audiencia, el mismo hombre responsable de la imputación a los campesinos en el caso de la masacre de Curuguaty, decidió ¡retirar la acusación y solicitar el sobreseimiento provisional de los sojeros acusados! Todo porque no contaba, supuestamente, con pruebas para sostener la acusación. Sin tener en cuenta que la Fiscalía había obviado y omitido diligencias básicas para la investigación de la causa durante casi cuatro años, exigidas por la querella adhesiva una y otra vez, apenas (y estratégicamente) arribado al caso el abogado Rachid Lichi determinó que, con pruebas harto más concluyentes e inculpatorias que las del caso Curuguaty que tuvo la caradurez jurídica de presentar para su elevación a juicio, las que implican a los sojeros que acogotan a Campo Agua’ê resultan ser insuficientes. Se trata del envenenamiento de unas quinientas familias indígenas, de la contaminación de cauces hídricos. Luego de la resolución del juez José Dolores Benítez (el mismo acusado de prevaricato en el caso Curuguaty, a favor de la empresa Campos Morombí) de sobreseer provisionalmente a los acusados (es decir, hasta que se reúnan más pruebas), lo último que “sucedió” en este caso fue precisamente ese sobreseimiento.
Las demandas por violación de derechos humanos a que el Estado paraguayo debe hacer frente debido a este caso responden a los siguientes desnudamientos del modus operandi represor, defensor y sostenedor de un modelo económico que el Ministerio Público y el Poder Judicial han encarnado en el caso que acabo de describir: violación del derecho a la vida privada en la comunidad indígena de Campos Agua’ê, a raíz de la contaminación ambiental; violación del derecho de la comunidad indígena de Campos Agua’ê a mantener su propia vida cultural como consecuencia de la destrucción de los recursos naturales de su territorio; falta de un recurso judicial efectivo que protegiera a la comunidad antes las violaciones denunciadas.
Todavía hoy, a 27 años de la conquista de una porción de sus tierras ancestrales, a casi cinco años de las denuncias formales del atropello al tekoha de los Ava Guaraní de Canindeyú, a la ignominia de la Justicia que les imparte la injusticia de siempre, la lucha de ellos tiene que ver con la superación de la terrible “metáfora real” que se cierne sobre el Paraguay del presente y el Paraguay del futuro: el de un país convertido en una isla no solo en su posibilidad de contacto exterior, como diagnosticaba Roa Bastos, sino en el mismo contacto interior con el resto del país, con la gente, con la cultura.
Porque ya existen comunidades enteras que son una “isla rodeada de soja”.