Paraguay es una eterna promesa. Cada vez que se describe a nuestra nación, la mayoría de las personas coinciden en una suma de potencialidades que pueden hacer que nuestro país vaya dejando la vía del desarrollo y pase a un siguiente nivel, pero también se evidencia una gran cantidad de limitaciones y errores que nos estancan y reducen fuertemente la calidad de vida de un número importante de ciudadanos.
Muestra de ello es el actual escenario que se vive con la elevada inflación, consecuente con el incremento del precio del combustible y los alimentos. Si bien los factores que explican esta situación son, sin lugar a duda, exógenos (y supuestamente temporales, según refieren algunos expertos económicos), uno no puede ignorar que si las autoridades hubiesen hecho correctamente los deberes en su momento, los paraguayos podríamos estar viviendo un momento diferente, tal vez más lejos de la fuerte tensión que se vive por las subas de los costos.
El incremento de los carburantes probablemente pudo haber sido más llevadero si es que no existiese tanta dependencia en nuestro país de algo que no tenemos y nos vemos obligados a importar, a diferencia de la energía eléctrica, que producimos en cantidades significativas. Y es que, de haber concretado el lindo discurso de la movilidad eléctrica con base en la energía que nos corresponde de las binacionales, tal vez hoy estaríamos viendo una mayor cantidad de vehículos eléctricos (o híbridos) en las calles o movilizándonos en más buses movidos a energía eléctrica, minimizando considerablemente el impacto en el bolsillo de las personas.
La falta de incentivos (y de interés en otorgar estos incentivos) para la adquisición de esta clase de rodados es una muestra clara de una falta de visión y planificación, que ahora –literalmente– nos cuesta caro. Las normas vigentes vuelven extremadamente prohibitivos los autos eléctricos para el común de la gente y no los hacen lo suficientemente atractivos para los empresarios del transporte público (un sector cuyo funcionamiento efectivo y con miras a las personas requiere de un análisis aparte), lo cual nos vuelve extremadamente dependientes de los combustibles fósiles y nos convierte en una verdadera paradoja al ser un país mundialmente conocido por la producción de otro tipo de energía, que es considerada como limpia y renovable (evaluación que hacen los expertos).
Y la suba de los alimentos pudo haber golpeado menos con políticas que favorezcan una mayor producción local, para lo cual también resulta necesario un combate real y decidido al contrabando. Este flagelo es defendido inclusive por algunos, pero lo que hace en definitiva es dar un golpe de knock-out a los productores y a las industrias. A tal punto llegamos que en los supermercados se está limitando, por ejemplo, la venta de huevos, escenario inédito y que, nuevamente, lo único que hace es perjudicar a la ciudadanía, encareciendo y dificultando el acceso a un producto fundamental dentro de la canasta básica familiar. Por este tipo de cosas –y muchas más– parece lógico pensar que si las autoridades que nos representan –o representaron– hubiesen tomado cartas en los asuntos que realmente requerimos, todo sería distinto. Problemas siempre hay, pero asusta la perpetuidad de varias de las dificultades que nos aquejan.
Está (o estaba hasta hace poco) de moda la teoría de los multiversos o los universos alternativos. Quién sabe, a lo mejor sí existe un Paraguay paralelo, en el que viajamos en automóviles o buses eléctricos o hasta bicicletas, y nos beneficiamos todos de una producción local óptima de alimentos, que es defendida a capa y espada por los representantes estatales. Con una inflación que sigue baja y políticas que notoriamente permiten que las personas, en lugar de ser empujadas hacia la pobreza, sean expulsadas de este segmento. Y ya que estamos, con una Albirroja clasificada a los últimos tres mundiales de fútbol. Mientras, los paraguayos esperamos (¿o sufrimos?) en la realidad que nos toca vivir.