De la segunda, la de Buenos Aires, solo se tenían referencias aisladas. En 1976, cuando ocurrió el golpe de Estado en Argentina, Roa se exilió en Francia, donde vivió los siguientes veinte años como profesor de Literatura Latinoamericana. Sus libros fueron guardados por sus hijos en su departamento de Buenos Aires.
Supieron más tarde que el departamento fue entregado por Roa Bastos a Carmen Balcells, la agente literaria más importante de las letras hispanas, en pago de los adelantos que había recibido. Esta llevó algunos manuscritos y papeles del escritor a Barcelona donde, años después, aparecieron en un lote de cartas que se cruzaban escritores del “boom” latinoamericano. Pero Carmen había dejado los libros en custodia en un depósito de Buenos Aires.
Con el paso de los años Roa, quizás ya menos interesado por aquellas obras, dejó de pagar el alquiler del depósito y los libros fueron probablemente vendidos a alguna persona no identificada. Por lo tanto, también fueron considerados irremediablemente extraviados.
La tercera quedó en Toulouse, custodiada por Iris Giménez, su compañera de entonces, de quien se separó en 1996 para pasar sus últimos años de vida en Asunción. Probablemente consideró que volver para recuperar sus libros sería demasiado engorroso y doloroso.
La historia podría terminar aquí y sería típica de los apremios que impusieron las dictaduras a los escritores de América Latina buena parte del siglo pasado. Como otros autores itinerantes, Roa fue abandonando libros en las escalas de su exilio. Muchos de ellos, ante la prioridad de conservar la vida o la libertad, sufrieron el inexorable extravío o el robo de su patrimonio cultural.
Pero, como en las buenas novelas de suspenso, el destino agregó un último capítulo a la historia de las bibliotecas de don Augusto. Hace tres años, a Gastón, un mecánico de maquinarias agrícolas, le llamó la atención un contenedor de basura que contenía varias cajas de libros viejos y ajados, tirado al costado de una ruta en la provincia de Buenos Aires. Tomó una foto y llamó a su novia, Celina, una socióloga, preguntándole si deseaba que se los lleve. Como la respuesta fue un entusiasta ¡Sí!, las cajas llegaron a la casa de los Brittez, en la cercana ciudad de Otamendi.
Allí Celina y su familia, todos amantes de la lectura, se toparon con 176 libros, de novelas, poesías y teatro. Al comienzo todo aquello parecía ser solo una biblioteca interesante abandonada por alguien que no supo darle valor. Comprobaron que algunos de los textos estaban dedicados a Augusto Roa Bastos y muchos tenían anotaciones y apuntes hechos con una caligrafía prolija. Tardaron un poco más en armar el rompecabezas literario: esa biblioteca tuvo que haber pertenecido al más grande de los escritores paraguayos.
Luego vino la pandemia y los libros fueron de nuevo enclaustrados. Pero, tres años después, el encanto de esas cajas volvió a atrapar a Celina y su familia y se pusieron a catalogarlos. Ahora sabían mucho más de Roa Bastos. Esos libros le habían servido para edificar la historia de su novela cumbre, Yo, el Supremo.
Los libros de Roa Bastos, los que había ojeado quien sabe cuántas veces, anotando datos en sus márgenes, esos libros que alguien había decido eliminar, que estuvieron a punto de ser quemados, terminaron de modo enigmático en manos de una persona sensible. Celina decidió compartir ese tesoro con nosotros y se comunicó con la Embajada paraguaya.
Esta biblioteca repatriada nos contará cómo fue la investigación, cuáles fueron las fuentes a las que el autor recurrió para diseñar la personalidad de José Gaspar de Francia. Más de cuatro décadas después, gracias a Celina, estos libros escriben las últimas líneas de la biografía de Roa.