Un siglo atrás (o menos) llamaban mensúes a los trabajadores de los yerbales del Paraguay, unos esclavos de hecho. Legalmente eran libres, porque la esclavitud ya estaba abolida, pero de una manera más o menos solapada la vieja dependencia seguía.
Los mensúes eran trabajadores libres que celebraban un contrato de trabajo con los personeros de las grandes plantaciones (La Industrial del Norte, la Mate Larangeira, etc.). Un contrato de trabajo ficticio, porque los pobres empleados no sabían a qué se habían comprometido cuando ponían su kuâ hû en un papel que no podían leer porque no sabían leer (a veces el acuerdo era de palabra). El patrón lo podía despedir en cualquier momento; el mensú no podía irse cuando quería, porque el patrón lo hacía buscar y traer de nuevo con la policía.
La trampa estaba en que, antes de haber saldado su deuda con la yerbatera, no podía irse. No podía saldarla porque no le daban los instrumentos de trabajo, que él debía comprárselo en el almacén del patrón, a precios demasiado altos; también a precios excesivos se compraban la ropa y la comida para internarse en el monte, donde debía permanecer semanas o meses.
En fin, pese a lo que decía la ley, lo que se hacía era mantener al trabajador en una situación de esclavitud disfrazada. Sobre el asunto, pueden leerse los escritos de Rafael Barrett, quien denunció la esclavitud de los yerbales en los primeros años del siglo XX.
¿A qué viene todo esto? Viene al parecido. Hace un siglo o menos, miles de paraguayos debían trabajar para beneficio de una minoría abusiva. Hoy día son millones, paraguayos y paraguayas (los mensúes eran todos varones).
Han mejorado las condiciones laborales: ya no tenemos capangas que nos azotan, pero, de cualquier manera, tenemos que trabajar para una minoría abusiva. ¿De dónde sale el dinero para mantener a una burocracia gubernamental parásita? De nuestro trabajo. Bueno, en parte de nuestro trabajo, que sería lo menos nocivo para el país en general; en parte (una parte considerable) de los negocios ilícitos de los que utilizan sus fueros parlamentarios para dedicarse al tráfico de drogas y otras cosas por el estilo.
Estamos obligados a votarlos, porque somos mensúes electorales, no tenemos opción. Nuestra opción es, mayormente, votar por un atorrante o por otro atorrante. Algunos de los susodichos, gracias a las listas sábana, podrán quedarse en el poder tanto tiempo o más que Stroessner, a quien suelen criticar de tanto en tanto.
Nuestro sistema electoral, deplorable, puede empeorar con el proyecto de ley que se estudia ahora, para consagrar la atorrantería en la función pública.
El que no vote, sufrirá el castigo que los antiguos romanos llamaban muerte civil, algo escandaloso hasta para un sistema tan deteriorado como el nuestro.