Las encuestas mostraban un crecimiento sorprendente de su candidatura, pero la mayoría de los observadores –entre los que me incluyo sin rubor– suponían que la falta de estructura para el día D reduciría su intención de votos a menos de la mitad.
Casi uno de cada cuatro electores lo prefirió a él como presidente. ¿De dónde sacó esos votos? Dado que la ANR básicamente conservó el número de sufragios de sus elecciones internas y Alegre obtuvo casi 300.000 votos menos que en 2018, parece claro que el éxito de Payo perjudicó notoriamente a la Concertación.
Esta vez, la estrategia colorada de promocionar en sus medios a Paraguayo Cubas fue acertada. Debe recordarse que en 2008 una decisión parecida –liberar a Lino Oviedo y dejarlo competir– tuvo un efecto bumerán, que permitió la victoria de Fernando Lugo.
Cuando se suponía que, con estos guarismos electorales, debería estar celebrando, Payo denunció en TikTok que era víctima de un fraude electoral. Bastó su chasquido para que se despierte una increíble reacción popular en todo el país. Lo hizo a su viejo estilo: vestido desprolijamente de negro y filmándose a sí mismo con su celular. Logró en minutos lo que ningún político tradicional consigue.
Pero hay aún algo más notable. No hay pruebas del fraude. Los observadores internacionales y locales detectaron las típicas irregularidades de nuestras elecciones, pero nada que pudiera hacer variar las cifras finales.
El supuesto robo de las elecciones fue la convocatoria que una parte del pueblo esperaba para salir a la calle a gritar su hartazgo, por la falta de empleo, de salud y de educación. “Queremos que se abra el sobre 4”, gritaban, sin tener mayor idea de lo que había en su interior. Pero el metamensaje poderoso exhalaba rabia contra los políticos tradicionales –e incluso la prensa–, señalados como causantes y cómplices de la corrupción y la desigualdad social.
Los 700.000 votos de Payo son más un hecho social que político. En buena parte de América Latina hay movimientos antisistema que han logrado movilizar la bronca contra el orden establecido a través de un populismo digital, muchas veces antidemocrático. Hay un descontento social extendido que no se encasilla en una ideología específica y que apunta a la política como culpable de su frustración.
Payo viene de las entrañas del sistema, pero ha entendido mejor que nadie ese fenómeno. De familia colorada, fue diputado del Encuentro Nacional (1993-1998), candidato a gobernador (1998), a intendente de Ciudad del Este (2001) y electo senador en 2018. El sistema se desprendió de sus excesos cuando lo expulsó de la Cámara Alta.
Pero Payo se reinventó con un mejor guion y una actuación magistral. Sabe leer las claves profundas del malestar popular. Sin miedo al ridículo, él dice lo que muchos piensan pero no se animan a expresarlo. Se mueve como maestro en la interfaz entre las redes sociales y la presencia física en terreno. Allí, la ideología cuenta muy poco. Importan la elocuencia y el efecto. En eso Payo descoloca a la “casta política” –palabreja popularizada por su símil argentino Milei– despreciada por su corrupción.
Hay efectos colaterales. Los votos de Payo contribuyeron, sin dudas, a la derrota de la Concertación. Pero, además, nos legarán una nutrida bancada parlamentaria amateur, desconocida y casi seguramente poco preparada para funciones tan sensibles. Tenemos pésimos recuerdos de estas experiencias improvisadas.
Su futuro político dependerá de lo que haga, nada más difícil de predecir. Pero Santiago Peña también debe advertir que su propio futuro depende de las respuestas que pueda dar a esta enorme porción de compatriotas que viven excluidos y miserablemente, sin esperanzas de que las instituciones públicas cambien su futuro. Hoy se expresan votando a Payo, mañana podrían volcarse con rabia contra él.