Este fue uno de los crímenes que dejaron huellas en Paraguay.
Se abrieron de par en par los enormes barrotes del penal de Tacumbú para dar paso a los indultados por el presidente Fernando Lugo. Era el 7 de enero y uno de los beneficiados, Carlos Paiva Gómez, luego de 15 años y seis meses de estar encerrado, volvía a ver la luz del sol en libertad. Se había preparado para el momento, el cabello recortado al ras, la barba recién rasurada. La camisa celeste que prefirió usar fuera de los pantalones negros, no llegó a cubrir su abultada silueta tras su estadía en prisión.
Carlos no sonreía. La expresión de su rostro reflejaba sentimientos encontrados, como si masticara un sabor agridulce que no lo dejaba disfrutar del todo de ese día que tanto había soñado.
Extrañaría el penal, donde se ganó el cariño y el respeto de los demás reclusos y también de las autoridades, ya que era cocinero de los directores. Pero aquello ya quedaba atrás; y todo había cambiado. Fuera de los muros de la prisión, estaba sin el apoyo de su esposa, que rehizo su vida con otra persona.
“Pedimos a la población que nos dé ese espacio para poder volver a vivir como antes lo hacíamos. Si cometimos errores, pedimos disculpas”, decía momentos después de dejar atrás las rejas.
buscada. Varios años antes, el país hablaba de Lourdes Pino González, empleada administrativa de la ya extinta empresa Whaldreen, cuya foto copó las tapas de los periódicos y los flashes informativos. El motivo era su desaparición, que ya llevaba varios días. Hasta el entonces presidente Andrés Rodríguez convocó al juez del crimen Tadeo Rodríguez para que le informe de la situación.
La historia de la desaparición empezó el lunes 26 de julio de 1993, pasadas las 8 de la mañana, cuando Lourdes y Carlos salieron de las oficinas de la fábrica de ropas ubicada en el barrio San Vicente, de Asunción, rumbo al centro para depositar dinero en el Banco Real, ubicado en Palma y Ayolas. Llevaba en una bolsa 17 millones de guaraníes en efectivo y 65 millones en cheques.
En el trayecto, esa muchacha trigueña, de buen trato y dueña de una sonrisa que cautivaba, no notó nada raro en el chofer, que acostumbraba gastarle bromas e indirectas, ya que era uno de los tantos que veían un espejismo en su amabilidad. Se distraía escuchando música cuando Paiva simuló un problema de frenos en la camioneta y detuvo la marcha sobre las calles Tacuary y Novena. Bajó y levantó el capó del vehículo para que nadie lo viera y supo que estaba lo suficientemente oculto, protegido por las graderías del estadio del club Cerro Porteño, para llevar a término su plan. La muchacha estaba pensativa y entretenida escuchando música en el asiento del acompañante; el hombre se asomó sigilosamente por detrás, por la puerta del mismo lado, con un cable en la mano. Con mucho cuidado lo pasó alrededor del cuello de la joven y estiró, haciendo palanca con las rodillas contra el respaldo del asiento. Lourdes quedó sin aliento y murió.
Para asegurarse de que esté realmente muerta, pasó el cadáver al asiento trasero y siguió haciéndole presión. De allí se dirigió al motel Regio’s de Itá Enramada, donde escondió el cuerpo bajo la cama. Luego huyó con el dinero.
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LO PEOR. A las 4 de la madrugada del 29 de julio –hace exactamente 25 años–, tres días después de la misteriosa desaparición, sonó el teléfono de la Comisaría 13 Metropolitana. Era un empleado del albergue transitorio, quien llamaba para informar del hallazgo del cuerpo de una mujer. Según detallaba, era de 1,60 de estatura, vestía pantalones de color marrón y un suéter negro; calzaba zapatos tipo náutico, que estaban de moda en la época.
No tardó en confirmarse que se trataba de Lourdes Pino. La Policía luego detuvo a su compañero, quien terminó confesando el crimen.
Carlos Paiva Gómez fue condenado a 25 años de prisión, y en enero del 2009 fue beneficiado con el indulto presidencial.
LA SOLEDAD. Difícilmente habrá podido olvidar esos días en que la ambición lo llevó a convertirse en asesino. Se sentía solo, abandonado. Recordaba, tal vez, aquella mañana del 26 de julio, los 26.300 guaraníes que pagó por haber permanecido 35 minutos y tomar una Coca Cola en el motel antes de salir manejando la camioneta Nissan Patrol, sin que nadie sospechara de él.
Quizás eso le hizo pensar que para él la vida ya no tenía guardada una segunda oportunidad, y el 28 de mayo de 2010 se quitó la vida, curiosamente, con un cable.
“Él siempre fue muy callado y nunca comentaba a nadie qué le pasaba. Con su muerte, todos sus secretos se lleva a su tumba”, lo había recordado su hermano Francisco Paiva Gómez.