El escritor Arthur Miller retrató magistralmente aquel tiempo en su novela Las brujas de Salem. Básicamente, McCarthy partió de la premisa de que toda crítica al poder de turno solo podía provenir del comunismo, entonces antagonista de los Estados Unidos. Luego, todo el que hubiera estado relacionado de cualquier forma con esos críticos (traidores solapados) eran cómplices o encubridores y, los que se hubieran vinculado con estos, pasaban a ser sospechosos. La cadena era interminable.
Durante más de un lustro, cientos de artistas, científicos, militares y empresarios fueron interrogados por la Comisión.
Hubo deportaciones y gente que dio los nombres que McCarthy quería escuchar solo para evitar ser procesada o deportada. Un sector de la prensa adscripta a las teorías de conspiración y bajo una falsa premisa patriotera apuntaló la campaña señalando a quienes –según ellos– debían integrar esas nóminas. No tuvieron empacho en difamar a menudo a sus propios colegas. Felizmente, siempre hubo otra prensa, como la de Edward Murrow, quien tuvo el coraje de enfrentar desde la televisión a McCarthy y a quienes eran funcionales a su cruzada. Parafraseando a Lincoln, se puede engañar a todos por un tiempo, a algunos todo el tiempo, pero nunca a todos, todo el tiempo. Las mentiras caen por su propio peso. MacCarthy fue finalmente expulsado de su propio Comité. Siguió como senador por otros dos años, pero para entonces hasta sus propios colegas lo evitaban. Fue hospitalizado por problemas de alcoholismo crónico y murió de cirrosis a los 48 años. El maccarthismo, empero, le sobrevivió. Es su infame legado. Consiste en imaginar presuntos enemigos de la patria (los comunistas, las brujas, los masones, la Unión Europea, los illuminati) y luego encontrar a sus cómplices y encubridores y seguir más tarde con quienes hayan tenido cualquier vínculo con estos. No importa que en definitiva nada se pueda probar. El objetivo es neutralizarlos, satanizándolos y convirtiéndolos en parias, en personas o instituciones con quienes nadie quiera relacionarse, ya sea por conveniencia o, peor aún, por miedo. Esto mismo pretenden hacer, aunque de manera harto evidente y chapucera, los impresentables que integran la Comisión del Congreso montada bajo la excusa de investigar el lavado de dinero. Con semejante título, deberían estar pidiendo información sobre varios de sus colegas, el financiamiento de sus campañas y sus vínculos con los narcos. Pero a ellos les parece más peligrosas esas oscuras organizaciones de la sociedad civil metidas en temas muy sospechosos como el combate a la corrupción o la transparencia en la gestión pública.
Y les resulta todavía más peligroso que algunas reciban apoyo de fundaciones extranjeras y contraten a periodistas prestigiosos como Alcibiades González Delvalle, pagándole la fortuna de 600.000 guaraníes, para hablar, por ejemplo, del periodismo de investigación, una clara traición a la patria.
Como además de anodinos son pusilánimes, estos maccarthistas de las inferiores, usan a sus sicarios mediáticos (siempre habrá colaboracionistas) para difundir cualquier relación de aquellos a quienes consideran sus críticos con esas organizaciones, como presunta prueba irrefutable de la conspiración apátrida. Por supuesto que esta chambonada se disipará con el tiempo. Pero quedarán los nombres de quienes colaboraron con ella para la historia local de la infamia.