Liz Nazaria Vazquez Gill
En mayo se cumplieron 91 años del paso a la inmortalidad de uno de los más grandes aedos de las letras paraguayas: Manuel Ortiz Guerrero. Modernista, audaz y vibrante para la época en la que todo era nuevo y Villarrica de a poco iba germinando a sus prodigiosos hijos.
Desde muy pequeño mostró inclinación por la lectura, y al tener contacto primero con el «Azul» de Rubén Darío, representante culmen del Modernismo hispanoamericano, se convirtió en su referente. Este Modernismo, impregnado del Romanticismo e influenciado por el Parnasianismo de Gautier del cual hereda «el arte por el arte» o la perfección formal, y el Simbolismo que persigue el afán de superación de la realidad percibida por los sentidos para adentrarse en lo profundo de las cosas; daría paso a una poesía fresca con toques regionales marcados por la singularidad del dulce idioma guaraní entrelazado con sus versos castellanos.
Pese a que se definió como «aquel que un día rimaba estrofas de oro, de sueño y de primavera, brindando por el Arte, la Vida y la Quimera, sentado entre las dulces princesas del placer», como reza en uno de sus más populares poemas, empezó como «Manú», hijo de Susana Guerrero, una mujer que selló su historia para siempre. Pese a que sus poemas derrochan imágenes felices y romances candorosos, su triste principio sería un designio del sufrimiento que más tarde padecería.

El poeta revive este pasado en forma de un bello poema que amalgama su sentir como hombre y como niño después de pasar una noche de quimera junto a una elegante dama de la sociedad. En ella reconoce la ternura de su madre Susana, cuyos nombres coinciden:
Cuando niño, me han dicho que tenía
Mi madre la elegancia del bambú,
Regalando frescura y melodía…
¡Yo jamás conocí la madre mía
que habrá sido inefable como tú!
Desdichada de amor, ella habría sido,
Azulada torcaza de Itayvu
Que con pajas de olor me tejió el nido,
Y… se murió de sed cuando he nacido:
¡Susana se llamaba como tú!
Las primeras estrofas aluden a su madre, Susana Guerrero, oriunda del barrio Itayvu, a quien compara con una palomita que con cariño teje el nido para el que está por nacer. Por caprichos de Las Moiras, ella muere en el alumbramiento. Tal cual, en un poema de 1863, la escritora española Rosalía de Castro comparte ese agudo dolor de hija que pierde a su madre en unos versos hermosamente dolorosos:
¡Ay!, cuando los hijos mueren,
rosas tempranas de abril,
de la madre el tierno llanto
vela su eterno dormir.
Ni van solos a la tumba,
¡ay!, que el eterno sufrir
de la madre, sigue al hijo
a las regiones sin fin.
Mas cuando muere una madre,
único amor que hay aquí;
¡ay!, cuando una madre muere,
debiera un hijo morir.
Ambos poetas, a un lado y al otro del océano y del tiempo, compartieron la misma pena.
La vida de Manú fue tejida con llantos y sueños. Por más que los amores le rasgaron una y otra vez el corazón durante sus breves 39 años, él supo ovillar su arte con delicada paciencia y unas invencibles ganas de ganarle a la muerte silenciosa, sin pensar seguramente que, hasta el día de hoy, generaciones de admiradores seguirían cantando sus versos y haciéndole culto a su tan brillante obra.
Prosigue el poema «Susana» con versos que hacen alusión a los rasgos físicos de aquella amante que abrió las puertas de su mansión y su intimidad a un Ortiz Guerrero más joven, inexperto, pero marcado a fuego por aquella mujer a la que nunca pudo mirar, y que apareció en cada bello rostro que contempló en su trajinar por el mundo de los vivos:
Los ojos, de un azul inigualado,
Tajadita, la boca de Urucú,
El cabello en resol, todo rizado…
Yo, nunca a mi mamá, nunca he mirado,
¡Quién sabe si …quién sabe no eras tú!
En el libro de Catalo Bogado Bordón «Ebrio de azul» (2004) se narra la ocasión en la cual se conocieron el juvenal poeta, nervioso al principio, y admirado por los lujos de aquella misteriosa casona que furtivamente visitaba, y aquella dama que le había robado el aliento con su belleza en una noche asuncena. Ahora, ya más de cerca, descubría que tras los prejuicios que perseguían a su musa, había un alma sensible al arte, sabia y noble que le transportaría como en un ensueño a la figura de su difunta progenitora:
La ilusión, con piedad siempre infinita,
Le dio a mi desnudez chal de tisú…
Yo no aprendí a decir «Papá», «Mamita»,
¡Y hoy mi madre en tus ojos resucita!
Te reconoce el alma: ¡Tú, Eres Tú!
La oscuridad en la vida del silencioso y solitario poeta guaireño fue, irónicamente, casi una compañía. «Huérfano de luz» desde pequeño, Manuelito creció mirando la luz al otro lado del túnel de la vida. Impulsado por sus sueños de libertad, abandonó su suelo natal y corrió hacia los brazos de la esperanzadora Asunción. Allí forjó amistades y compañías que lo recordarían más allá de su penosa muerte:
Huerfanito de luz, ciego del arte,
Me dio miedo el gemir de Urutaú,
¡Tuve miedo de noche al no encontrarte…!
Mamá, Mamá: Mi corazón se parte,
¡Cántame el arrorró que sabes Tú...!
Quizás en la vida terrenal ese niño asustado nunca lo abandonó del todo, solo supo esconderlo y acorazarlo tras su amplio sombrero de ala ancha y la pesada capa que cubría su penoso calvario de carnes encendidas. Es así como cada vez que un joven estudiante escucha su historia, una herida en él se cierra, y como flores silvestres surgiendo de entre el pavimento, su recuerdo sigue perdurando en el tiempo.