El resultado de ese acuerdo nunca fue, digamos, para ser buenos, brillante y se debe fundamentalmente a la aceitada maquinaria colorada poco sutilmente engrasada con prebendarismo y convicción, muchas veces decantado en autoritarismo patotero y venal, que impone al que ellos eligen en sus internas como ganador de las nacionales.
Fuera de eso es imposible encontrar acuerdos macros. Uno de esos principios basales que sí existe en la no reelección, pero ella se logró para que no haya una nueva dictadura con apoyo colorado y los caudillos colorados no tengan que esperar tanto tiempo para aspirar a la presidencia de la República.
El diálogo no es el método más valorado en la convivencia social del Paraguay. Se tiene un concepto autoritario del juego de las mayorías y minorías, como si fuera que una anula a la otra y la de menor apoyo general tiene como alternativas peregrinas declinar su actitud infame o vivir en el ostracismo que por “eso luego es diferente”.
Este tipo de debates se da entre los autodenominados providas contra, también autonominados, progresistas. Y representan la eterna disyuntiva entre lo arraigado y lo nuevo.
De ese choque, de ese flujo de intereses contrapuestos, suele surgir un nuevo sistema de convivencia, una nueva sustentabilidad, un acuerdo imperfecto, aunque sustentable, que tenga en cuenta a todos los actores sociales y haga viable la vida institucional y personal de los integrantes de la sociedad.
En Paraguay siempre se ha tenido desconfianza del pensamiento. Las ideas son vistas de reojo, como sopesando la verdadera intencionalidad de quienes las expresan. Temiendo el engaño, pero no reaccionando cuando el engaño se hace carne y hueso.
Toda propuesta nueva es tomada como un llamado a la calamidad, como si fuese que la superación de la arcaicamente establecida desatará todos los infiernos. Obviamente, nadie es inocente, en el sentido pecaminoso que da el paraguayo al término, todos tienen un propósito. Lo que es absolutamente saludable, porque sin intención seríamos puro instinto, fuerza descargada de contenido.
Otro pecado que suele cometerse –ante la falta de ideas y la persistencia tenaz de los prejuicios– es la adopción de esloganes populacheros y mentirosos, mediocres, pero efectivistas.
Ni uno es oscurantista chupacirios ni otros es destructor de la familia. Ni uno es fanático ni otro es enfermo. La familia tiene muchos enemigos y el progresismo no es uno de ellos. La familia necesita aliados y muchos de los políticos que hablan en su nombre son unos miserables fariseos.
Hay que encontrar los puntos de acuerdo y enriquecer el debate con contenido no con remilgos baratos, ni sensiblerías de cuarta, ni invocaciones de condenas eternas. Maduren de una buena vez. Es hora de que empiecen a discutir como gente seria y bien intencionada que, de seguro, hay en ambos sectores. Hablen, negocien y acuerden, que no se necesita más circo.