Cambio de hábitos, pérdida de trabajo en algunos casos, reducción de capital y salarios, vidas truncadas, salud afectada, movilidad reducida, encierros sociales y sicológicos, contactos y encuentros virtuales y a la distancia, y otras cuestiones entraron de sorpresa y nos sacudieron profundamente a todos. Fue un año de pruebas, victorias y derrotas para diferentes personas, pero sin duda, las caretas que muchos tenían se cayeron inevitablemente al suelo.
No faltaron los oportunistas que buscaron ventajas ante la necesidad ajena; la codicia se vio exaltada a límites insospechables; el miedo marcó el inicio de la pandemia para luego ir diluyéndose; la tensión y rabia social fue conteniéndose para luego ir desatándose y explotar en ocasiones en duras críticas ante los gobernantes de turno, envueltos en escandalosos casos de corrupción.
Mientras que los líderes de algunos países supieron dirigir los rumbos de sus naciones con cierta destreza, los representantes de diversos puntos del orbe manifestaron una postura mezquina, miserable e indiferente ante la pandemia.
Muchos experimentamos en carne propia la destrucción paulatina de la economía y un quiebre acentuado del clima social, sin entrar a detallar el saldo mortal en vidas. Todo esto ocurrió mientras veíamos a los líderes mundiales tomar medidas restaurativas que finalmente resultaron parciales o incluso ineficaces para frenar el avance del virus.
Por todas las pruebas que muchos pasamos durante este casi “interminable” año, la Navidad tampoco quedará ajena al devenir de los acontecimientos de estos días.
“Austeridad” quizás sea la mejor palabra que describa la próxima Nochebuena que muchos viviremos. La abundancia de comidas y bebidas que marca habitualmente estas épocas festivas se verá reducida este año para muchas familias.
Sin embargo, la “austeridad” a la que me refiero es la que impregnará más nuestras conciencias en las próximas celebraciones, al vernos más humildes ante nuestra soberbia científica y saber que no somos finalmente dueños de nuestras vidas.
Ante la muerte de Dios que proclamaba Nietzsche en el siglo XX, dando lugar al proyecto del “superhombre”, dueño de todo, este panorama finalmente cambia con la llegada del siglo XXI.
Ante un hombre extremadamente soberbio, que con la tecnología y la ciencia cree que lo puede conquistar todo, cae en la cuenta de que la explotación indiscriminada de la naturaleza tiene un precio, y quizás, más alto del que podíamos imaginarnos. La naturaleza, explotada de manera codiciosa, trajo consecuencias insospechables traducidas en altos niveles de contaminación, cambios climáticos de todos los órdenes, y un virus incontrolable que finalmente nos demuestra la inferioridad humana que no queríamos ver.
Y con el devenir de máquinas inteligentes, que superarán ampliamente nuestra capacidad de procesamiento de información y datos, y un ambiente natural degradado, se podría proclamar hoy la muerte de ese “superhombre” de Nietzsche, que empuja obligatoriamente al ser humano a un cambio de dirección.
Este cambio implica un reconocimiento de la realidad según la totalidad de sus factores y de la necesidad de incorporar en nosotros la categoría de la posibilidad de algo más grande, algo superior, del más allá, que pueda salvarnos, que pueda redimir nuestra miseria y capacidad de autodestrucción. La humanidad entera está hoy en una dura encrucijada ante el panorama actual de la pandemia y eso nos obliga a repensarnos, interpelarnos y reinventarnos. Personalmente, pido una Navidad diferente, que nos vuelva a conectar más con nuestros afectos y la naturaleza, o nuestra mismidad (como lo decía Heidegger), en ese cuidado y amor a nosotros mismos. Solo así cambiará la humanidad.