Cada vez que un paraguayo descarga una app, firma un contrato o hace gestiones en entidades estatales, sus datos –desde preferencias políticas hasta condiciones de salud– quedan a merced de empresas, partidos o delincuentes. Sin una ley robusta, no hay límites para su uso.
Ejemplos sobran, pero el más reciente es la aparición de bases de datos filtrados en un portal internacional, donde se ofrecen documentos de identidad, direcciones y contactos telefónicos, que ahora está siendo investigado por el Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicación (Mitic). Son síntomas de un Estado que, al no legislar, normaliza el abuso.
El problema va más allá del crimen. En un contexto donde la estigmatización y la persecución política son latentes, la falta de control sobre quién accede a nuestros datos profundiza desigualdades. ¿Cómo habría sido el juicio a campesinos de Curuguaty con pruebas digitales manipulables, con IA? ¿Cuántas mujeres podrían ser acosadas con información robada de registros públicos? Sin normas claras, el dato es un arma.
Todo esto sin tener en cuenta el derecho a la manifestación, garantizado por el artículo 32 de la Constitución Nacional. Desde hace varios años que las manifestaciones en las calles han sido sometidas a la vigilancia más sofisticada. Según el artículo Deudas, desafíos y conquistasen la intersección de los derechos humanos e internet, entre las adquisiciones y formas de vigilancia se encuentran: Las cámaras de reconocimiento facial, IMSI catcher, vigilancia en redes sociales, software de extracción de datos del dispositivo y podemos asegurar que un largo etcétera que se actualiza a medida que la tecnología lo hace. Además, el sector cultural depende cada vez más de plataformas digitales, pero ¿quién protege a los artistas de los algoritmos que explotan su trabajo sin consentimiento? No es el único sector afectado: La desprotección ahuyenta inversiones. Empresas internacionales evitan operar en países sin estándares claros, y la ciudadanía desconfía del comercio electrónico. Uruguay, con una ley desde 2008, tiene mayor seguridad digital sin sacrificar crecimiento.
El verdadero temor es otro: Perder el control sobre un recurso que hoy usan desde el marketing hasta el clientelismo. Los datos son el nuevo oro verde, y su explotación caótica beneficia a unos pocos.
Una ley de datos personales debe ser prioridad. No como un trámite, sino como un pacto ético que exija consentimiento explícito para el uso de información, por el acceso ilegal por parte de entes públicos o privados, garantice el derecho al olvido, vital para víctimas de violencia o errores judiciales.
Paraguay no puede seguir siendo el Viejo Oeste de los datos, mientras en el mundo es uno de los negocios más importantes. En un mundo donde la identidad es también digital, protegerla es defender la dignidad.