Soy de J. Augusto Saldívar, aunque en mi cédula aparece todavía Capiatá. Soy ingeniero forestal, egresado de la Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad Nacional de Asunción (UNA) y trabajo como investigador en el Cemit (Centro Multidisciplinario de Investigaciones Tecnológicas), dependiente del Rectorado.
Fui premiado por segundo año consecutivo por ODS Paraguay. El primero fue por un proyecto relacionado al agua y el segundo fue sobre conservación de especies vegetales amenazadas utilizando la herramienta del cultivo in vitro.
Nací en mayo de 1980 en una familia humilde: Mi papá era albañil y mi mamá es ama de casa, aunque también trabajaba en el mercado.
Somos nueve hermanos, siete varones y dos nenas; yo soy el mayor. Tuve una infancia normal, nunca mis amiguitos o mis vecinos me hacían notar que tengo una diferencia o discapacidad.
Tengo una agenesia del fémur derecho. Ese diagnóstico recién supe después de entrar a la universidad y que tenía una discapacidad del 60%.
Hasta los ocho años caminaba sin muleta, podía caminar, jugar a la pelota sin muletas. A los nueve años empecé el primer grado en casa de mis padres que tenía un galpón y ahí empezamos la primaria con mis vecinos. Un profesor que puso el Ministerio de Educación nos vino a enseñar. Ahí hicimos hasta el tercer grado.
La escuela más cercana quedaba cuatro a cinco kilómetros de mi casa y cuando eso no entraba el transporte público ni había luz; entonces, era difícil para mí ir a esa escuela. Los vecinos armaron una comisión proescuela y mientras se construía, el cuarto grado hicimos en el patio de un vecino, debajo de un mangal.
De ahí nos fuimos a la escuela en construcción Rosado Guasu, que después pasó a llamarse Virgen del Rosario. Yo me movía bien con la muleta. Después entré al Colegio Héroes del Chaco en J. Augusto Saldívar. Era buen alumno, los exámenes terminaba a veces en 10 minutos y esperaba que los demás terminen para entregar.
Sueño lejano
Después de finalizar el colegio, dije ¡y ahora qué hago! Porque preparaba la mercadería para mi mamá que iba al mercado a las tres de la madrugada. Tenía que preparar poroto, pelar el choclo, poroto manteca, etc. Y eso era mucho trabajo y yo me decía si así iba a terminar mi vida.
Mi papá trabajaba en construcción, nunca nos faltaba para la comida, pero no daba para el estudio.
Siempre me gustó ciencias naturales, quería estudiar agronomía o algo que tenga que ver con eso. La profe del colegio me decía que mi condición no daba para eso y podría convenirme más estudiara informática, etc.
Un día vine a Politécnica para averiguar cómo había que inscribirse, etc. Me inscribí, fui un mes y cuando había que rendir, G. 500 mil tenía que pagar, dejé ahí.
Y así pasaron cuatro años, trabajando en el almacén de casa, pero siempre tenía en mente estudiar. Un día les dije a mis padres que quería probar Ingeniería Forestal porque había hablado con un ingeniero que me motivó a estudiar. Me dijo, ‘vos no estás enfermo, estás bien de la cabeza y no tenés nada’.
Cuando eso tenía 25 años. Y mi papá me cuestionó para qué iba a estudiar. Había que pagar G. 1.800.000 el cursillo para entrar a Ciencias Agrarias.
Era Semana Santa y mi mamá faenó tres chanchos, se vendió todo y se juntó la plata. Mi papá ya estaba enfermo del corazón. Seis meses después cuando le dije que ingresé, él lloró y después me dijo: ‘No era que no confiara en tu capacidad, mi preocupación era que si vos ingresás vamos a necesitar plata y yo no sabía de dónde iba a sacar plata cuando vos necesites’.
Vocación de estudio
Al segundo semestre, mi papá falleció por el problema cardiaco. Mis hermanos que ya trabajaban me ayudaban para el pasaje, traía huevo duro, tortilla. Me quedaba en la biblioteca hasta tarde porque no tenía libros y ahí estudiaba. Pude terminar la carrera, conseguí becas también.
Me ofrecieron postularme para ingresar a la entonces nueva división de Responsabilidad Social del Rectorado.
Pasó un año y un día, cuando estaba plantando mis tomates, me llamaron.
Así empezó mi vínculo con la universidad. Siempre busqué cursos y gestionaba la posibilidad de especializarme. Me fui a Chile, a Uruguay, por cuatro meses para un curso de biología molecular y biotecnología. En Brasil presenté mi trabajo de tesis y a Argentina fui tres veces haciendo cursos.
Tengo como cuenta pendiente terminar la maestría; pero ahora gracias al proyecto en que estoy me voy a ir a México, en abril, para mejoramiento genético a través de inducción de mutaciones.
Estoy trabajando con orquídeas; tenemos ya orquídeas mutantes. Me gusta lo que hago. Estoy como docente –hace unos ocho años- en la parte práctica de Genética General en Ingeniería Forestal.
Tuve que ser valiente siempre, incluso acá mis compañeros del laboratorio nunca ven por mí que tenga alguna discapacidad. Eso agradezco también porque no quiero que la gente se compadezca de mí, eso no me gusta. A veces en el colectivo, cuando me subo, la gente quiere darme el asiento y empiezan a pelearse. Y yo puedo ir parado, estoy acostumbrado.
Barrera emocional
Creo que la parte emocional y mental juega mucho también, no creas que a veces no me desanimo. Pero siempre trato de mejorar y no fijarme en los otros; eso ayuda mucho porque siempre van a haber personas diferentes, más inteligentes, más lindas y todo y tal vez va a haber gente que será menos que vos, pero no hay que fijarse en eso.
Una vez me crucé con un estudiante en Ciencias Agrarias y me dijo: ‘Nunca fui tu alumno, pero me das mucha fuerza’; le inspiraba cuando a veces él quería rendirse y me veía con mi muleta, el calor y la mochila a cuestas.
Las limitaciones nos ponemos también cuando tenemos miedo. La persona que vence eso, con todo lo que ya tiene a cuestas, sí o sí va a sobresalir. Puedo ser una persona sana, pero puedo tener alguna discapacidad emocional; puede ser lindo, alto, grande, pero puede que tenga una barrera mental, que tenemos todos, y hay que luchar contra eso todos los días.
A los jóvenes les digo que estudien, se preparen, porque es la única arma para ser independientes, libres y para tener buena calidad de vida.