“Todos tenemos una misión universal: hacer el bien”, decía el filántropo español Vicente Ferrer.
En principio, bien es aquello que en sí mismo tiende a la mejora y a la perfección de la persona, apunta a la dignidad humana.
Pero la cosa no se pone fácil a la hora de ponernos de acuerdo hoy en qué es lo que consideramos bien o bueno. Y no es un problema menor porque, en cierta forma, ese no ponernos de acuerdo paraliza las acciones que podrían beneficiar a las personas, en particular, y a la sociedad, en general.
Por ejemplo, si nos plantean: “El costo familiar es alto, no ganamos lo suficiente. Necesitamos un reajuste salarial”. Los funcionarios públicos enuncian algo razonable. Pero cuando vemos planilleros, mediocres y personas descalificadas que también recibirán esos beneficios esquilando al pueblo sufrido que pone la plata, la cosa se complica.
Cuando nos plantean: “La educación está mal. Para mejorarla debemos aplicar estas recetas que nos asegura apoyo internacional”, parece muy razonable. Cuando vemos en dichas recetas qué cambios de paradigma incluyen y cómo influirán en los niños, en nuestras familias y en nuestra cultura de forma inadecuada, la cosa se complica.
Por un lado, nos damos cuenta de que es necesario inculcar a nuestros hijos este norte de pensar y trabajar para el bien y evitar el mal. Pero, por el otro lado, nos encontramos con una vaciedad en la razón, devenida en racionalismo extremo o emotivismo manipulable, que hoy niega la posibilidad de los principios universales de la verdad, considera que todo es subjetivo y relativo, y arremete con violencia contra los intentos de hallar certezas que se correspondan con la realidad.
Es evidente que nos encontramos a la puerta de una crisis mayor, la incapacidad de reconocer el bien y la parálisis para hacer ese bien concreto que deseamos, porque estamos renunciando a la verdad que pone en peso su valor. ¿Qué sentido tiene hacer el bien si no sabemos qué es ni nos permitimos siquiera una pregunta seria sobre ello?
¿Qué madre se sacrifica por un extraño que no percibe en su condición de hijo? ¿Y cómo podrá hacerle el bien específico que le corresponde como madre, si le arrastran a negar la verdad de su naturaleza, y la confunden en lo referente a su mismo ser? Ese es un ejemplo de cómo la verdad se vuelve algo totalmente imprescindible para la consecución del bien.
Creo que a todos nos preocupa la guerra en Ucrania. Pero las posiciones sobre su origen y desarrollo tienen como desafío las construcciones propagandísticas y mediáticas que difunden tanto desde Rusia como desde la OTAN, la Unión Europea y EEUU. Todos pretenden construir “su verdad” desde el poder, pero los muertos están muertos y la guerra siempre será el camino menos racional y menos humano. Y esto último es una verdad que puede ayudar a comprender por qué es necesario concentrarnos en buscar la paz pensando antes que nada en las personas reales, sin dejar de respetar los intereses genuinos de las naciones y huyendo de los reduccionismos. Es urgente este bien que se llama paz, basada en la verdad de las cosas.
Lastimosamente, hoy, el pensamiento dominante le llama libertad a deshacerse de la verdad, pues considera que restringe sus opciones “ilimitadas” para construirse y deconstruirse a su antojo. Es una ilusión mentirosa. No hay bien sin verdad y tampoco hay libertad. Lo que quedará de este experimento de intentar vivir el bien sin verdad es la violencia donde ganan los poderosos que imponen sus puntos de vista a la fuerza, incluso desde leyes inicuas. Solo ver los temas de la trata de personas, los vientres de alquiler, el aborto legal a petición y nos daremos una idea.
Nuestra misión universal hoy más que nunca es volver nuestra mirada hacia el bien común, basado en un sano realismo, y discernido con racionalidad y apertura a la trascendencia del ser humano, o lo lamentaremos profundamente.