21 jun. 2025

Mito, razón y una vuelta a lo esencial

Carolina Cuenca

Como muchos, siempre que me hablaban de mitos los asociaba a una especie de “remedio casero” o emplasto de la imaginación del hombre primitivo para sanar de sus temores infantiles y explicar así el mundo que lo asombraba y a la vez lo aterrorizaba. A medida que el hombre abrazara la razón podría deshacerse de los mitos y vivir de forma más libre y realista. Los optimistas fundadores de la educación modernista, en la que fuimos educados, defendían el progreso universal y nos enseñaron, en nombre de la razón, la ciencia y la cultura, a despojarnos de todo misticismo o, por lo menos a abandonarla oculta en el cuarto privado de la imaginación personal, como despojo literario de la incivilización y la barbarie del pasado. Lastimosamente en ese ámbito denominado oscurantista se incluyó también la búsqueda de las verdades últimas de la existencia. La modernidad ha tratado en lo posible de exaltar, medir y controlar sus logros y aplanar disciplinada y persistentemente “las curvas del misticismo” lo más que pudo. Pero una y otra vez se le han desbordado los diques de sus previsiones y especulaciones, cuando la posibilidad se ha hecho acontecimiento en buenos y malos momentos de la historia reciente como: Las guerras, las dictaduras, los desastres naturales, la peste, pero también el crecimiento exponencial de las expresiones religiosas, la poesía y la búsqueda de sentido fuera de sus cánones reduccionistas. La posmodernidad le señala con el dedo sus errores a la modernidad y sus leyes como un adolescente incontrolado que no solo desea abandonar el racionalismo porque se siente traicionado y dolido por sus reduccionismos y sus incoherencias, sino que en su rebeldía quiere escapar de la misma razón, rechazar lo razonable y ceñirse con testarudez caprichosa a todo aquello que la mitología posmoderna le pueda ofrecer: Desde el gnosticismo y la brujería hasta el mito del control total y la igualdad universal mediante la imposición de un nuevo orden planetario donde “otros” piensen, decidan y controlen todo por nosotros, dejándonos, a cambio, en total libertad o abandono para experimentar la irracionalidad en la conducta, la satisfacción de todos los deseos e incluso la inmoralidad, con tal de obtener cierta compensación que “aplane la curva” de la angustia existencial.

La humanidad se ha pasado aplanando curvas en un afán de controlar la realidad y quizás sea momento de replantearnos muchas cosas, haciendo la paz con nuestro diseño original. Y, aunque es cierto que los mitos tienen ese sesgo de infantilismo que debemos superar, le debemos la valoración del asombro y la intuición como métodos de acercamiento a la realidad; y también es cierto que la modernidad quizás ha pecado de soberbia y no ha sabido equilibrar la dimensión racional con los otros aspectos no menos importantes de la persona como lo son sus emociones y sus búsquedas trascendentes, pero nos ha hecho valorar la razón y sus leyes. ¿No tocará hoy, en este tiempo tan especial de nuestra historia humana, tratar de discernir, con la humildad y la sabiduría que dan la aceptación de los errores y la reconciliación con nosotros mismos, qué aspectos de la posmodernidad sean rescatables y cuáles desechables? Recuerdo un hermoso cuadro de Rembrandt, donde un hijo irresoluto y dilapidador de sus bienes, vuelve a casa de su padre, quien lo abraza y le hace una fiesta; un hermano endurecido le mira con rechazo y desconfianza, pero el regreso a sus raíces, el regreso a sus valores, el regreso a su esencia hace resplandecer la esperanza de sanar sus heridas y retomar lo bueno que había perdido lejos, en cada etapa de su desatino. Sería imposible este regreso a la capacidad de asombro, a la razón abierta a todos los factores de la realidad, si no hubiera unos brazos extendidos para el que lo intenta, el amor incondicional que quizás está esperando en la institución más básica y elemental que tenemos, la familia, a la cual le debemos un justo reconocimiento el próximo domingo.