Santiago Peña lleva en la Presidencia de la República apenas 120 días y se puede afirmar, con escaso margen de error, que ha originado innecesarios conflictos que están logrando socavar no solamente su imagen, sino que, en poco tiempo, tanto él como sus correligionarios cartistas en el Congreso de la Nación parecen haber decidido dinamitar la misma institucionalidad de la República.
Paraguay es el único país que, después de la pandemia, volvió a elegir al partido oficialista; toda Latinoamérica castigó a sus gobiernos tras la pandemia, pero aquí se les renovó el contrato, y peor, Peña asumió el cargo contando con todas las ventajas: el partido que lo llevó a la Presidencia, la Asociación Nacional Republicana (ANR) Partido Colorado logró mayoría propia en la Cámara de Senadores y de Diputados. Con esto se presumía que el Ejecutivo podía trazar planes y políticas públicas sin obstáculos y construir el bienestar tan necesario de la población.
Lo que nadie vio venir, y ni se puede entender actualmente, es la cadena de absurdos que se plantea con la imposición autoritaria y dictatorial del proyecto de ley de superintendencia de jubilaciones y pensiones. No caben dudas respecto a que la seguridad social en Paraguay está en crisis y que gobierno alguno ha impulsado acciones de importancia para garantizar este derecho a la población.
Lo que sí deja un reguero de dudas, sospechas e incertidumbre es la prisa y los groseros modos con que está operando el cartismo en el Parlamento para imponer una normativa que regula un tema tan sensible como son los fondos jubilatorios.
Si del modelo de gestión del titular del Poder Ejecutivo podemos afirmar que es cuestionable, y que es controvertido su estilo de administrar crisis, de la gestión parlamentaria debemos escandalizarnos de tener que desempolvar en pleno siglo XXI expresiones como atropello a la democracia, autoritarismo, dictadura, prepotencia descarada y atraco, después de los 34 años que llevamos viviendo en democracia tras una dictadura que tanto oprobio, dolor y muertes causó.
En este caluroso diciembre necesitamos reflexionar sobre los protagonistas y sus razones para apurar e imponer un proyecto de ley que genera más dudas y críticas que certezas. ¿Cuál es la prisa para aprobar de manera grosera un proyecto tan cuestionable? Y sobre todo, debemos preguntarnos qué agendas e intenciones se esconden detrás de la arrogancia, la soberbia y la vocación autoritaria que, en un espacio como el Senado, donde la norma debería ser precisamente hablar, debatir, discutir argumentos e ideas, precisamente en este recinto, la metáfora del cierre de debate se encarna brutalmente en un cierre de la democracia.
La presente es una jugada tan absurda como peligrosa. La torpeza y la arrogancia han ganado la primera partida con la imposición de una mayoría cuasi patoteril de 23 votos por un proyecto que es rechazado por trabajadores y los jubilados; por eso es hora de volver a preguntarnos cuál es el sentido de caldear el ambiente y enervar a una población que –hasta ahora– ha venido soportando en forma estoica la crisis económica, la falta de empleo, salud y educación públicas deficientes y la elevada inseguridad que afecta particularmente a los trabajadores y estudiantes.
Mención especial y vehemente repudio merecen los actos represivos que tuvieron lugar en las adyacencias del Congreso cuando policías agredieron a los trabajadores que protestaban.
Es inaceptable el regreso a tiempos de autoritarismo y represión de las ideas, como también es intolerable la imposición de una mayoría que prohíbe el debate y el disenso, pues ese es el camino más corto hacia una dictadura.