Es el mundo del revés. Quienes tienen a toda la parentela metida en la nómina pública, o han amasado fortunas merced a contrataciones con el Estado, o a la vigencia de una larga y onerosa lista de privilegios para unos pocos financiados con los impuestos pagados por todos, acusan a quienes los critican –y pagan esos impuestos– de zurdos o comunistas. O sea, esos molestos jueces del despilfarro de los tributos, que no guardan la menor relación con la burocracia estatal, salvo justamente como contribuyentes obligados, responden –según la lógica de los criticados– a una visión estatista y populista de la vida. Son sus críticos los zurdos, los que viven de su laburo, y ellos son de la derecha, quienes se alimentan de la contribución compulsiva de esos zurdos. Una inversión post mortem de las ideas de Locke y Marx.
Por cierto, en ningún otro espacio se pueden leer tantas de estas contradicciones insalvables como en las efervescentes redes sociales. Son dignas de estudio.
Que yo recuerde, desde que me inicié en este oficio, hace ya tres largas décadas, vengo maldiciendo con la misma bronca el uso prebendario de los cargos en el Estado, la contratación de ejércitos enteros de soldados de seccional, amigos, parientes, queridos y queridas de los políticos de turno. En mis arranques, la crítica me valió la calificación de neoliberal. Para colmo, fui de los que insistían machaconamente en la idea de pasar al sector privado toda actividad que no tuviera relación con las funciones esenciales del Estado, como las de seguridad, salud pública y educación. Eso suponía, entre otras cosas, vender compañías públicas dedicadas a cuestiones tan absurdas para un Estado como embolsar cemento, vender teléfonos o destilar caña.
Bajo el mismo discurso liberal, reclamaba que el Estado dejara de meterse en las cuestiones privadas de las personas, como el derecho a casarse o divorciarse, y que asumiera de una buena vez su condición constitucional de Estado laico, respetando la libertad de culto. Por aquel tiempo era común recordar la persecución que las dictaduras de izquierda y derecha habían llevado adelante contra minorías sexuales y otros colectivos, cuyo único crimen era ser diferentes a la generalidad. Básicamente, todos esos reclamos de liberación económica y respeto de los derechos individuales de las personas formaban parte de un mismo combo, liberal. A comienzos del nuevo milenio, se sumó el apoyo a los acuerdos de libre comercio y la reducción o liberación de aranceles.
Eso se llamaba globalización y la izquierda tradicional despotricaba contra ella. Y, por supuesto, quienes estábamos a favor éramos de derecha, lo que implicaba ser acusados de habernos vendido al capitalismo apátrida, las multinacionales y al imperio de las barras y las estrellas.
En algún momento, la narrativa cambió. De pronto, los antiglobalistas pasaron a ser la derecha. El liberal derivó en libertario y los grupos religiosos más conservadores y los partidarios del proteccionismo comercial se convirtieron en sus aliados. La extrema derecha se apropió sin pudor del populismo de sus antípodas de la izquierda, y el delirio alcanzó su mayor apogeo en la política local. Aquí, los libertarios son aliados de los colorados de la prebenda y los privilegios, del fundamentalismo religioso y de algunos extremistas que cuando escuchan la palabra cambio climático creen que nos impondrán el regreso al arado y la carreta.
Y si recordás que más allá de sus entretenidas teorías de conspiración global, nuestro problema urgente sigue siendo la corrupción pública ya no solo serás zurdo, también “oenegero”, aunque toda tu vida hayas trabajado en empresas con clarísimos fines de lucro.