Aunque a veces las motivaciones son, cuando menos, discutibles por su inocultable populismo. Recuerdo al menos dos, bastante insólitas. A fines de 2020, la Cámara de Diputados realizó un minuto de silencio por la muerte de Diego Maradona. Pocas semanas después, los diputados colorados Raúl Latorre y Basilio Núñez mocionaron otro minuto de silencio “por las miles de vidas de hermanitos argentinos que no van a nacer”. Eso fue porque el día antes el Senado argentino había aprobado un proyecto de ley que permitía acceder libremente al aborto hasta la semana 14 de gestación.
La larga temporada de sesiones parlamentarias virtuales hizo que los minutos de silencio perdieran el simbolismo que debieran tener. Es que, por más que pongan cara de circunstancia, no es lo mismo ver a todos los diputados parados y callados en el hemiciclo que en la cómoda displicencia de sus salas de estar, sus escritorios o hasta sus dormitorios.
Recientemente, con pocos días de diferencia, hubo dos asesinatos que nos conmocionaron. Tanto el fiscal Marcelo Pecci como el intendente de Pedro Juan Caballero, José Carlos Acevedo, recibieron el dolido homenaje de nuestros diputados. Pero en ambas circunstancias esas imágenes despertaron en mí la amarga sensación de estar frente a un espectáculo de puro fariseísmo.
Varios de los que participaban de las muestras de respeto a esas víctimas de la violencia propiciada por el crimen organizado eran hombres y mujeres que jamás llegarían a ocupar sus curules parlamentarios si no fuera por el dinero proveniente del negocio de las drogas. Narcodiputados lamentando muertes ordenadas por narcotraficantes. En Paraguay, la hipocresía política está teñida de sangre.
Cuando todavía resonaban los discursos de indignación por la ejecución de Pecci y Acevedo, y se intentó abrir un debate sobre el sicariato, una mayoría de diputados colorados —lejos de interesarse por sentar posturas claras sobre el tema— decidieron dejar sin cuórum la sesión. Les incomoda que se les cuestione la histórica protección que sus gobiernos han dado a este tipo de delincuencia. El monstruo que dejaron crecer en beneficio propio se les escapa de las manos, pero ni aun así, se atreven a reconocerlo.
Uno hace el intento de concederles el beneficio de la duda, pero la dirección de sus votos los vuelve reiteradamente sospechosos. Son los que estuvieron de acuerdo con despenalizar las mentiras y olvidos en las declaraciones juradas, una barbaridad jurídica que fue remediada ayer por el veto de Mario Abdo. Son los que se negaron a intervenir la corrupta Gobernación de Central y ahora tratan de salvar al cartista Juan Carlos Vera, gobernador de Guairá, acusado de repartir dos millones de dólares, destinados a la pandemia. Son los que van a oponerse nuevamente al protocolo de trazabilidad del tabaco y continuarán negando que droga y cigarrillos usan rutas, agentes y coimas similares.
Por eso, cuando cercenan un proyecto que permitiría el derribo de narcoaviones —luego de agotar todos los medios coercitivos legalmente previstos en las normativas nacionales e internacionales— hasta volverlo prácticamente inútil, imposible no pensar que están siendo coherentes con su tradición. “En Paraguay no hay pena de muerte”, sostienen como si ambas cosas fueran equiparables. En Brasil tampoco, y tienen una ley que autoriza a sus fuerzas armadas a defender su espacio aéreo.
Esta ley tiene aspectos complejos y riesgosos. Pero de lo único que uno podía estar seguro es de que ellos, los sospechosos de siempre, se opondrían a que nuestros cielos sean controlados. Como se han opuesto, sin reconocerlo, a que tengamos radares aéreos o escáneres portuarios.
Que les deban sus cargos a los patrones del tráfico es una cosa. Que nos creamos sus rostros compungidos durante los minutos de silencio es otra.