04 may. 2025

Nieve colorada del Paraguay

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Plaza Uruguaya, Asunción.

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Fue un atropellado diálogo con un desconocido en el ómnibus.

Subió en la parada del aeropuerto detrás de una mujer, quien pagó su pasaje con la tarjeta y se sentó a mi lado. Él mientras tanto se afanaba con su enorme mochila fucsia, chocando contra los asientos. Cuando logró equilibrarse, le habló en inglés a ella, quien respondía en castellano. Quería devolverle el importe del pasaje, pero no tenían sencillo. Me miraron. Buscaban dos billetes de cinco mil. Se los di. Como escapándose del idioma abstruso del hombre, ella se fue a sentarse al fondo. Él ocupó su lugar. Me preguntó si hablo inglés.

Me mostró en el teléfono el mapa de Google. Quería llegar a su hotel, lo de siempre. En el móvil estaba todo, pero el hombre no estaba seguro. Recordé entonces el cuento de Donald Barthelme, Paraguay.

Este Paraguay no es el Paraguay que existe en nuestros mapas —repetí en voz muy baja.

El hotel del viajero queda en el centro, por lo que había buen trecho de camino que trazar en el pico del atardecer. Luego de ubicar el hospedaje, de contarme que es francés y que no puede entender el inglés de los norteamericanos, de hachear este cronista el idioma de Barthelme, preguntó:

—¿Es peligrosa esta ciudad?

Sonreí.

—Algunas zonas… como en cualquier lugar. Peligro… en todos lados.

Mi fortuito interlocutor de la Línea 30 había estado poco antes en Marruecos, en Filipinas, en países del África y ahora venía bajando por los lados de México, pasando por Guatemala, por Costa Rica, por Colombia, por Bolivia, por otros sitios intermedios e iba hacia el Brasil, luego a Panamá y, otra vez, a Europa.

Ahora el turista estaba recientemente confundido en Paraguay. Me confesó no haberse vacunado aún, pues lo haría apenas llegara a Francia, donde algo específico con las vacunas sucedería, no entendí. Para entonces, el cuento de Barthelme era el paisaje tras la ventanilla, el olor a mierda del Polo Corporativo de Asunción.

Paraguay fue publicado en 1970 en el volumen City Life, en Nueva York, la ciudad en la que vivía Don, como llamaban sus amigos al escritor. Es la historia a retazos, en collage, de un narrador-viajero-turista que vagando se encuentra con “un país extraño”: Paraguay. Tiene la fea retórica nacionalista de una guía de viajes, cuento escrito en la estela de la gira del gobernador del estado de Nueva York, Nelson Rockefeller, quien desembarcó en Asunción, en junio de 1969. Habla de autocracia, de burocracia y del culto de la homogeneidad cultural, vistos por un narrador de la era Nixon: un champurreado imperial con un espejo etnocéntrico enfrente. Esto es: hay terror político, pero también arte de “vanguardia”, particulares costumbres sanitarias, sexuales y religiosas, tiendas donde se vende silencio, un extenso muro que rodea al país con puertas de diferentes colores que unos días abren, otros no.

Surrealista calificó a Paraguay el inefable Helio Vera. Que sepa es el único narrador paraguayo que reflexionó sobre Barthelme y el “turismo”, hablando del Paraguay de gua’u que, finalmente, la realidad se encarga de mostrar es el de verdad. Escribió Vera, en 1990, un año después de la muerte de Don: “Pero si el turista toma en serio la guía y se empeña en encontrarlos (sitios turísticos), será abrumado por insalvables dificultades. Lo desconcertarán inesperados callejones sin salida, lo detendrán repentinos abismos. Lo incomodarán una fuente de agua donde debía haber una plaza; una comisaría en vez de un hospital; un caserón, señalado por un inequívoco farol rojo, donde se suponía un héroe ecuestre apuntando al cielo con una espada de granito”.

Alucinatorio, diría este cronista de Paraguay. Como toda alucinación, entraña verdad. El país está rodeado por nieve roja “como si estuviera iluminada desde abajo”, en la visión-imaginación de Barthelme. Como si estuviese protegido por una fantástica gracia colorada que el turista francés, cuya mochila fucsia se perdió en los senderos de la Plaza Uruguaya, no tardará en conocer, agradecido.