Es evidente que la familia es una institución social a valorar y que, además, está en crisis, desde dentro, desde su economía, y desde fuera, desde las políticas que no se orientan a apoyarla, o incluso se dirigen hoy a deconstruirla desde el poder.
En tiempos en que todo se redefine desde arriba y se abusa de la ventana de Overton para imponer ideas extrañas a los de abajo, hay que explicar lo que es obvio y es que no hay cosa más ridícula que identificar cada relación afectiva o sentimental con una familia; así, como cae simpático el gato, se ve tentado alguien a considerarlo “su familia” y no faltan quienes creen en serio que la inteligencia artificial la suplantará, superando esta etapa de la civilización con el transhumanismo.
No, no todo es familia. Por eso, es bueno que la Constitución Nacional y la ley que instituye la celebración de su día el cuarto domingo de abril, la definan correctamente. Distinguir no es discriminar, es usar la inteligencia para ser libres ante el poder. Porque el Estado debe promover la familia como institución y subsidiarla, ya que le hace bien a la sociedad, a la economía y al mismo Estado.
Tenemos hoy el deber moral de sacudirnos del vyrorei de la manipulación del lenguaje y de los lobbies antifamilia (que tienen tanta financiación de afuera, por razones de control poblacional asociado a un falso desarrollo), discernir el error en su aparente buenismo, y ser más realistas y con más sentido común que nunca, ya que ciertos caciques de la tribu alienados empiezan a aceptar un discursillo deformante, poniéndola en el banco de los acusados, del escarnio, mientras, al mismo tiempo, la esquilan con impuestos que mantienen a sus detractores en el poder. Ah, la hipocresía.

La familia es el grupo humanizante por excelencia, donde experimentamos la maternidad y la paternidad, la filiación, el primer contacto con el dimorfismo sexual y sus complementariedades, es un colchón que nos ayuda a amortiguar los golpes de la vida, una escuela de convivencia. Las ausencias, las pérdidas en la familia dejan tremendas huellas, hasta el punto de afectar la personalidad y la conducta; por ello suele ser una de las causas recurrentes de la consulta profesional.
Quien ha experimentado vivir en un hogar, ya sea con mesa de plástico o de madera fina, con cocina de leña o eléctrica, con patio de arena bajo el mango o con pasto sintético y piscina; el saludo en castellano o guaraní, la bendición, la comida en común, la charla, la discusión, la broma, el quebranto y la alegría por los otros, la fragilidad, el servicio y el aprendizaje… sabe que ese es el lugar de la sencilla calidez de la vida, del primer significado.
En Paraguay, tras la Guerra Grande que marcó un antes y un después en nuestra historia, se vivió el fenómeno de la ausencia de los varones en la casa. Pero la mujer paraguaya “supo conservar la lengua, la cultura y la fe”. Nos enseñó a valorar la familia como un bien y la convirtió en nuestro primer centro cultural, donde se dispone uno a hacer el bien, lo cual se llama virtud, y donde uno es karai o kuñakarai, no por el título universitario, sino por su dignidad.
Es cierto, la desidia, la indiferencia, el consumismo, el complejo de inferioridad, el estilo de vida egoísta y materialista, la impunidad, la promoción del hedonismo que desordena e infrahumaniza todo, ponen en riesgo la familia, pero no la anulan.
Obras son amores. Muchas cosas podemos hacer por la familia, ocultas o visibles, modestas o grandiosas, sufridas, sinceras, culturales, legales, políticas, económicas, religiosas... todo menos ser indiferentes y tibios. Rescatar la familia con cada gesto concreto de cercanía y comprensión es poner soporte humano a este mundo que enloquece. Y, ojo, hay que tomar partido y defenderla porque es un bien para todos.