A la par de las noticias de este tipo que nos llegan a diario de la política, del narcotráfico, de entidades financieras, lastimosamente también aumentan las que llegan del vecindario y de entre mismos parientes…
¿Fracasó la educación en valores? ¿Qué pasó? ¿Éramos así y no lo sabíamos, no éramos pero nos volvimos ladrones los paraguayos...? Claro, no es un fenómeno que solo ocurre en nuestro país. Ejemplos sobran. Pero hablemos de nosotros.
Cierto que existen excepciones, pero no puede ser que la regla general se esté convirtiendo en quedarse con lo que no nos pertenece, y, peor aún, que todo quede impune y sin intención de enmienda.
Desde la escuela ya se escuchan casos de niños y hasta entre colegas a veces hay quejas de robos de pequeños, medianos y grandes bienes.
¿Qué sucede en nuestra interioridad, de dónde viene esta propensión que está destruyendo el “tejido moral” de nuestra sociedad, parafraseando al finado monseñor Rolón?
Si lo analizamos con calma, este fenómeno inmoral, molesto, inquietante y argel, el robo, tiene varias aristas desde las que emerge para darnos la lata. Dicen los sicólogos que la gente suele robar como consecuencia de privaciones consideradas injustas, por envidia o incluso por obtener un lugar o un poder social que no puede conseguir por mérito.
Como la lluvia en casa precaria, el robo saca a luz los problemas estructurales que nos aquejan y que muchas veces quedan ocultas por el ruido y la alienación.
El escándalo ante el robo ajeno a veces no va en la misma dirección de la conducta personal. Es como una esquizofrenia psico-moral.
Es evidente que hay algo que sanar adentro, en la interioridad, porque la ley nomás no da abasto para alejarnos de este mal.
Es notable porque hay personas muy vulnerables que no roban y otras de mediano porte material que sí lo hacen. He ahí una prueba más de que somos seres libres.
¿Y qué pasa con las víctimas? Se sienten traicionadas, inseguras y hasta tristes.
Las abuelas sabias decían: “El que miente, roba y el que roba, mata…” Tiene sentido porque el robo siempre implica una mentira, una deshonestidad con uno mismo y con los demás. Lo que mata, sin duda, es la confianza y sin confianza nos volcamos con facilidad o a la desidia y al cinismo porque lo creemos todo perdido, o al legalismo rígido y a la violencia.
Si queremos vivir juntos con mediana armonía, tenemos que plantearnos de nuevo el mandamiento de vida “No robarás”. Y esto no viene de arriba hacia abajo, sino de abajo hacia arriba. Es la mamá que nos manda devolver un lápiz que no es nuestro, es el papá que prefiere usar un auto de segunda mano o andar en bus antes que corromperse, es el orgullo de pasar una prueba ante la posibilidad de robar y no hacerlo. Es también un sano ejercicio de contención y hábito, donde podemos cambiar el apego material por bienes espirituales como son la amistad, la solidaridad, el altruismo. Y, si alguien cae, que se levante, repare y a seguir. Porque así no podemos continuar.