09 sept. 2024

Nuestra memoria del fuego

La esquina de la avenida Artigas y Santísima Trinidad es un nudo de tránsito congestionado durante el día y con un entorno de mucho ruido urbano y polución visual. Allí está lo que resta del supermercado incendiado hace dos décadas. La esquina rememora las imágenes lúgubres de nuestra mayor tragedia en tiempos de paz. Desde la calle, sin embargo, resulta difícil percibir la profunda transformación que ha sufrido la antigua estructura, convertida hoy en un sitio de memoria de grandes dimensiones, en el que se respiran aires de esperanza y resiliencia.

Ycuá Bolaños será siempre un surco permanente en nuestra historia. El terror, transmitido en directo por televisión, evocó el de otra catástrofe ocurrida tan solo tres años antes: la caída de las Torres Gemelas. Tuvimos menos muertos, pero eran nuestros muertos. Personas cercanas, mucha gente humilde y, sobre todo, demasiados niños. 82 de ellos estaban allí acompañando a sus padres, festejando un cumpleaños infantil o haciendo pequeños mandados para alguna casa del vecindario. Otros 206 se convirtieron en huérfanos.

Un drama tan intenso golpeó a la sociedad en una pluralidad de sentidos, algunos controvertidos y ambivalentes. La dimensión de las culpas, el accionar de la Justicia, los castigos y la impunidad, la imposibilidad de una reparación justa fueron temas de debate social y político por muchos años. Los familiares de las víctimas y los sobrevivientes se dividieron en grupos distanciados por interpretaciones, necesidades e intereses divergentes.

Mientras los juicios se alargaban indefinidamente, el espanto inicial fue dando paso a un letargo gradual, metafóricamente expresado, por el abandono del edificio del supermercado, convertido en mustia guarida de indigentes, drogadictos y vendedores ambulantes.

Pronto, volvió la eterna desmemoria nacional. El furor por actualizar las normas de seguridad de comercios, edificios y lugares públicos fue apagándose, dando paso a nuestra ancestral precariedad. La venta de extintores volvió a las lánguidas cifras habituales. La seguridad de los clientes fue desplazada nuevamente hacia atrás en las listas de prioridades de los ambiciosos dueños de negocios.

Lo que nunca más será olvidado es aquella increíble ola de solidaridad que despertó la masacre. Nuestro pueblo sacó de lo más profundo de su raigambre histórica la nobleza de sus sentimientos comunes para apoyar en lo que se pudiera a los que estaban sufriendo. Lo de aquellos días fue emocionante y nos gratificó como paraguayos.

La respuesta del Estado, sin embargo, no estuvo a la altura de tanta generosidad popular. Las acciones espasmódicas, insuficientes y, casi siempre, destinadas a frenar la indignación de la sociedad fueron seguidas por decisiones judiciales que alejaron las posibilidades de justicia e instalaron, como siempre, la marca de la impunidad.

Ycuá Bolaños también fue un movimiento social. El reclamo de los familiares y sobrevivientes, a través de movilizaciones y protestas, de asambleas, de gritos y dolores compartidos, fue aglutinando a un grupo heterogéneo de personas que necesitaban apoyarse mutuamente. Si el dolor era colectivo, la respuesta debería ser colectiva. Vencer al olvido, a la impunidad, al recuerdo de los muertos, empezaba por encontrar un lugar simbólico. Y ese no podía ser otro que esa estructura abandonada, sucia y llena de escombros.

Comenzó entonces una lucha que llevaría años y que está terminando con la habilitación del Sitio de Memoria 1-A. Es un espacio que no irradia tristeza, sino una sensación de encuentro y reflexión. Tiene áreas abiertas, un auditorio climatizado para 400 personas, escenario al aire libre y lugares artísticos.

Los integrantes de la Coordinadora de Víctimas que impulsaron esta iniciativa sostienen que la organización fue clave y que el esfuerzo fue también sanador contra el dolor. La ciudadanía debe conocer este memorial y apropiarse de sus amplios espacios para actividades comunitarias y culturales.

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