Tampoco es verdad que los cambios sean imposibles. Pasa que venimos hace tanto tiempo haciendo las cosas de la misma manera y con los mismos mediocres resultados que olvidamos que hay otras formas de hacerlo. El desafío es “pensar fuera de la caja”, obligarnos a encarar los problemas con ideas distintas, animándonos a planificar en grande, a pegar saltos de calidad. Permítanme compartir algunas cosas sueltas que nos dan pistas de cómo hacerlo.
Primero, quiero refutar la tontería sobre nuestro presunto infortunio. Mientras la demanda por alimentos se dispara en el mundo, seguimos siendo una nación pequeña con una población de solo siete millones de habitantes que exporta alimentos como para cubrir la demanda de cuarenta millones. En un planeta enfrascado en un terrible debate sobre cómo sustituir la matriz energética basada en el combustible fósil altamente contaminante, somos el único país cuyo problema es cómo usar toda la energía limpia que le sobra. Estas son solo dos de las muchas ventajas que tenemos con respecto a la mayoría de las naciones del globo. Si esto es tener mala suerte…
Pero voy a algunas de esas ideas sueltas que son una muestra de lo que estoy hablando. Uno de nuestros dramas es el transporte público. En Chile, la compañía de electricidad compró una flota de buses eléctricos (la segunda más grande del mundo después de China) y la alquila a las empresas de transporte del país, las que se convirtieron a su vez, como gremio, en uno de sus principales clientes (le compran la electricidad para cargar sus buses).
En el 2023, Itaipú pagará la totalidad de su deuda, con lo que la tarifa de la energía puede bajar a menos de la mitad (salvo que negociemos mantenerla y repartirnos la cuota de la deuda, lo que veo muy difícil). Según el economista Manuel Ferreira, la reducción de la tarifa significaría para la ANDE un ahorro de cerca de mil millones de dólares por año. Él propone convertir eso en un fondo para reemplazar la matriz energética del país.
Por ejemplo, ANDE puede comprar una flota de buses eléctricos y alquilarlos a las empresas de transporte público, las que tendrían que cargar sus buses en la noche, horario en el que la demanda de electricidad cae. La compañía recuperaría su inversión con el arrendamiento y ganaría incrementando el consumo en las horas de menor demanda, lo que le permitirá contratar una mayor potencia haciendo uso de nuestra energía más barata en Itaipú.
Obviamente, esto mismo se puede hacer de muchas formas distintas (puede ser el Estado el que compre los buses) y agregándole cuestiones claves, como la creación de carriles exclusivos para los colectivos, de forma que más gente migre del transporte individual al colectivo. Ese mismo fondo puede financiar la sustitución en la industria del uso de biomasa (leña) por energía eléctrica.
Otro ejemplo rápido. IPS tiene cerca de cinco mil millones de dólares ociosos en el sistema financiero. Es un dinero que no necesitará hasta que los aportantes se jubilen. El país necesita hacer obras de infraestructura por casi 25.000 millones de dólares. Hoy, constructoras privadas pueden ampliar una ruta y quedarse con la explotación del peaje por tres o cuatro décadas hasta recuperar su inversión y asegurarse pingües ganancias. ¿Por qué no facilitarle ese tipo de negocios a la previsional? ¿Qué mejor que orientar las utilidades generadas por la obra pública a los aportantes del IPS?
Obviamente, para esto hay que crear leyes que nos permitan controlar el uso del dinero. Incluso habría que plantearse dejar la gobernanza de la previsional en manos de sus legítimos propietarios, sin el control de gobiernos coyunturales.
Hay muchas otras ideas que vale la pena explorar. Por supuesto que es difícil confiar en las autoridades de turno, pero la desconfianza no puede condenarnos a seguir haciendo las cosas de igual forma y con los resultados mediocres de siempre. Nuestro verdadero infortunio es no tener el coraje de apostar a ser mucho más de lo que hoy somos.