Normalmente fluye una extraña sensibilidad en la gente. Incluso en los que otorgan un cariz más pagano y principalmente comercial a esta época, embriagados de un consumismo exacerbado.
Pero ni el más superficial e indiferente de los seres humanos logra escapar al influjo del llamado “espíritu navideño”.
Desde el más encumbrado hasta el que no puede asegurar siquiera una modesta cena de Nochebuena siente algo especial. Aunque no cuente con un empleo formal ni reciba el aguinaldo, busca acercarse a los seres queridos, quiere compartir con sus vecinos, compañeros de trabajo, ex compañeros de estudio, los amigos de infancia, etc. Hay un clima natural de solidaridad, de pinturas, sonidos, olores y colores propios de esta fase final tan intensa y, a la vez, desacelerada de un año que se va despidiendo entre guirnaldas y ñakyrãs, flor de coco, pesebres, arbolitos y un friolento Santa Claus.
Es como normalmente transcurre el último mes del año.

Por eso, resulta particularmente horrendo, sin embargo, que existan personas llenas de odio como para realizar lo que hemos visto a través de un video captado por cámaras de circuito cerrado. Fue la ejecución por parte de desconocidos de un compatriota indígena, un sobreviviente en la capital del país, dedicado a recoger objetos reciclables para la venta.
Le dispararon desde un automóvil en la quieta madrugada del lunes, cuando dormía en la banqueta de una parada de buses.
Dos disparos interrumpieron su sueño. Despertó por unos segundos, apenas. Intentó ponerse de pie, pero cayó abatido en el lugar, mientras los asesinos se marchaban en el automóvil, tras la cobarde acción.
¿Qué profundo odio hay que tener para determinar que un ser humano en situación de indigencia no tiene derecho a vivir?
La discriminación está muy presente en la sociedad paraguaya. La infravaloración de los indígenas y de los pobres en general es una de las formas de expresión.
“Cuando denunciamos, no nos hacen caso”, resaltaba una lideresa en el reciente II Encuentro Nacional de Mujeres Indígenas, cuando explicaba lo doblemente difícil que es para ellas afrontar un caso de abuso o de violencia intrafamiliar.
“Nos llaman pedigüeños”, contó otra. Así consideran funcionarios de dependencias del Estado a los representantes de su comunidad, cuando estos concurren a las instituciones a reclamar sus derechos o realizar el seguimiento de las gestiones para obtener agua potable, un puesto de salud, acceder a programas de vivienda o solicitar becas de estudios para los jóvenes.
Los que son víctimas de desplazamiento y llegan hasta las zonas urbanas son invisibles para todas las instituciones y se convierten en una molestia para ciertos tipos de ciudadanos, que se preocupan más por la estética de la ciudad que de preguntarse si estos seres humanos han podido probar un bocado en el día.
O si los niños que deambulan con ellos, descalzos con sus famélicas madres, están vacunados, consumen leche y están escolarizados, como debería estar cualquier otro pequeño.
La “garra guaraní” solo está presente cuando la Selección Nacional de fútbol logra un triunfo. Luego, nuestro origen indígena –la población paraguaya conserva el 85% de sangre de los pueblos originarios– queda reducido a la burla en cientos de chistes sobre el “tonto Cacique” o en la palabra indio usada como insulto.
A quien asesinaron en la madrugada del lunes ni siquiera se pudo identificar enseguida. Es uno de esos nadies de los muchos que hoy tenemos, de todas las edades, en las esquinas de las ciudades. Están a la vista, sin ser vistos, ni siquiera en Navidad. Son blanco de la discriminación, del odio, y de crímenes que quedan en la impunidad.