La corrupción no es responsabilidad exclusiva de una administración en particular y ninguna pueda jactarse de haberla combatido en todos los frentes y con algún resultado significativo. Tampoco necesitamos de auditorias o relatos especiales para saber que sigue vigente. No hay un solo habitante del país que no conozca a un funcionario (o a un pelotón completo) cuyo patrimonio supere mágicamente sus ingresos legales. No hay quien no haya sido conminado a pagar un soborno para agilizar un trámite, evitar una multa o ser adjudicado en una licitación. Hasta el último mancebo de estas tierras sabe que ingresar en un pleito judicial es adentrarse en un terreno de incertidumbres absolutas, donde los resultados del proceso casi nunca tienen que ver con lo que refiere el texto de la ley.
Quienes tenemos edad suficiente como para entender cómo funciona la maquinaria de la corrupción no nos dejamos engañar con anuncios rimbombantes de nuevas leyes, acuerdos interinstitucionales ni de promesas electorales renovadas. Sabemos que es un verso. Somos conscientes de que si quisieran combatir la sangría solo tendrían que revisar el nivel de vida de los vampiros del presupuesto. Así de simple.
Es como en aquella película Los intocables, en la que el policía que llevaba décadas en el cuerpo le pregunta a un cándido Eliot Ness si realmente quería combatir a la mafia, y si estaba dispuesto a cargar con las consecuencias de hacerlo. Cuando le responde casi indignado que “por supuesto que sí”, el oficial le ordena que tome un arma y lo acompañe; cruzan la avenida e irrumpen en un local ubicado frente a la misma oficina del FBI. Allí funcionaba uno de los mayores depósitos de licor clandestino de la ciudad. Todos los sabían, pero a nadie le interesaba cortar el negocio.
En Paraguay no hay dependencia pública donde no haya funcionarios con vehículos lujosos, viviendas coquetas con quincho y pileta y un largo historial de vacaciones vip perfectamente documentadas en redes sociales. La corrupción no es un hecho vergonzoso que se oculte de los “sabuesos” de la justicia. Es un ejercicio que se practica de manera pública y jactanciosa, una demostración de poder e impunidad que otorga puntos en las internas partidarias.
Quien roba tiene que demostrar que lo hace porque eso significa que estará en condiciones de repartir el botín.
Comisarios, jueces, ujieres, jefes departamentales, intendentes, concejales, legisladores, ministros, oficiales de tránsito, administradores, contratistas… hay una legión de consumidores gourmet que compran artículos de lujo, al contado y los lucen sin el menor pudor sin que haya jamás un departamento de asuntos internos, una auditoria, un banco, una playa de ventas de automóviles, o un jefe que les pregunte siquiera de dónde diablos sacaron el dinero.
El resto de los mortales, los que estamos fuera de la órbita del estado, los que vivimos del dinero que nos pagan a cambio de sudar la gota gorda, de hacer canas laburando, de desojar los años haciendo cálculos para llegar a fin de mes, tenemos que probar el origen de cada moneda. El informe de los últimos seis meses del pago del IVA, los dos últimos años de la renta personal, el registro del IPS, el garante, el terreno para la hipoteca…
Que no nos vengan con el verso de que la corrupción es cosa de esta administración o de aquella o de la anterior. La corrupción es la fuente de la que se nutren todos ellos, y seguirá siéndolo mientras los únicos tontos que deben demostrar de dónde sacaron lo poco que tienen somos nosotros. Lo de ellos es una corrupción ostentosa.