Delfina Acosta
Definitivamente, el autor ha sabido manejar los hilos de las oraciones (algunas son largas; otras, cortas), disponiéndolas como una página infinita donde cabalgan los vencedores, gritan los vencidos, huyen los cobardes y abre sus alas espectrales el ave de la muerte. La fantasía es derrochada en “Todas las muertes del soldado Zárate”. ¿Estamos ante un nuevo mito? ¿Puede un ser humano morir más de una vez? Al parecer, tras leer el texto, sí: “Su segunda muerte fue por fusilamiento. No pocas veces murió por la boca: Piráicha”. La capacidad de inventar la muerte múltiple en la obra, es un agregado fantástico a nuestra literatura.
Añado que Javier Viveros conoce como la palma de la mano el idioma guaraní, por consiguiente, alterna esta lengua con la española. En la Guerra Grande, los soldados se comunicaban fluidamente a través de nuestro idioma nativo y así lo hace notar nuestro autor a través de expresiones picarescas, desafíos e improperios.
Alterna expresiones muy breves, con otras de tres o cuatro líneas; creando de esta manera un escenario cargado de tensión y expectativas: “Era mi turno. Le jugué una estocada y retrocedió. Estuvimos así por varios minutos. Nos estudiábamos. Ataque. Amago. Defensa. Contrataque. La gente miraba sin meterse”. La transcripción del texto corresponde al cuento Todas las muertes del soldado Zárate.
Viveros experimenta con maestría las diversas posibilidades de imaginar un cuento. Y está muy bien que lo haga, pues la narrativa paraguaya necesita cambiar de piel, renovarse, integrarse a los nuevos desafíos literarios. En algunos párrafos, el lector podrá imaginar todos los instantes posibles de la muerte, la agonía, la lucha encarnizada por no dejar el cuerpo en el campo de batalla; percibirá, además, la tristeza y la derrota, las dos caras de la misma moneda.
¿Qué es la guerra? Es la locura, el horror, la desesperación, la crueldad que sobre los infelices sometidos ejercen quienes someten. Pero también es el honor. Transcribo un texto fechado el 13 de febrero de 1866: “Art. 3. La Cruz de Corrales será de 55 milímetros, y los oficiales la llevarán de plata con filetes de oro, y la tropa de bronce con filetes de plata, con una guirnalda en el centro y la inscripción de: VENCIÓ EN CORRALES - 31 DE ENERO 1866”. En este cuento se resalta el agradecimiento que guarda José Romero hacia el ilustre Juan E. O’Leary, quien dedica un estudio a su vida de soldado. Es tal la magnitud del agradecimiento que Romero le escribe una sensible nota adjuntando una reliquia: Nada menos que la Cruz de Corrales que el Mariscal López le colgara al pecho. Estamos ante un testimonio emotivo de las grandezas que hizo un excombatiente embargado por la recordación del intelectual Juan E. O’Leary.
Pincel cautivo nos adentra en la historia del teniente argentino Cándido López, quien tiene la habilidad de pintar. Transcribo: “Este soldado tiene una particularidad, señor. Es pintor. Bado lo trajo con su portafolio que contiene bocetos a carbonilla con paisajes y escenas de esta guerra”. El Mariscal, con su voz potente de dios, considera la posibilidad de que el prisionero de guerra haga su retrato. El artista, ante la solicitud, solo atina a responder: “Señor, no sé si eso sería posible, soy un prisionero”. Sin embargo, el Mariscal le hace ver que su arte en el lienzo puede ser su pasaje a la salvación. El autor plantea, de esta manera, la posibilidad de la vida y de la muerte en los colores de las pinceladas. La responsabilidad artística se manifiesta así en su máximo nivel. Ajustando las tensiones necesarias para potenciar el dilema de la creación en una celda, Viveros convierte al artista Cándido López en un verdadero orfebre: “Libre ya del molesto enjambre, Cándido embadurnó de tinta toda la parte en relieve de la plancha de madera en la que estuvo trabajando y después la apretó contra el dorso en blanco de una de las hojas de su portafolio. La tinta se hundió a presión. El pintor sopló y la cara de López los observó desde el papel”. Las últimas líneas muestran un rostro adusto, marcial.
Otra transcripción: “Una multitudinaria fiesta de varios días tuvo lugar en el campamento para celebrar el retrato del Mariscal. Hubo música, bailes y una gran comilona». Claro que, posteriormente, Cándido se enfrentaría al aluvión de preguntas del general Mitre.
La obra de Javier Viveros es un punto elevado en la literatura paraguaya; lo que escribe es inconfundible, no cae en los simples temas ni las improvisaciones propias del novato. Cambios de tonos, registros y técnicas en los cuentos hablan de su capacidad para dominar el escenario narrativo. Escribir en torno a los episodios de la mayor contienda bélica que mantuvo Paraguay es una tarea titánica que requiere detallada documentación, investigación, certeza de fechas y sucesos. Pero Viveros es un intelectual estudioso.
Estamos ante una excelente colección, donde el autor juega con la ironía en muchos cuentos; en otros, impulsa la pluma hacia territorios mentales dantescos. Es que la guerra no solo deteriora el físico, sino además la psiquis. El lector podrá observar los inicios, los desgastes y el ocaso de un largo enfrentamiento que vivieron miles de combatientes, muchos de ellos héroes, como Bernardino Caballero, José Eduvigis Díaz, el capitán Bado, Juan Crisóstomo Centurión y el mismo mariscal Francisco Solano López.