Se acaba un año difícil de olvidar. Por todo lo malo que nos pasó y nos pasa, pero también por todo lo bueno que redescubrimos con respecto a nosotros mismos. Se potenciaron nuestras debilidades públicas, pero también algunos rasgos colectivos que a veces olvidamos que son nuestros; y otros que negamos tener, pero que, sin embargo, están ahí y solo necesitamos pulirlos.
La pandemia y sus consecuencias patentizó como nunca la pobreza de nuestro sistema de salud pública, de cobertura social y la informalidad del empleo. Nos mostró cuán miserables pueden llegar a ser las roscas público-privadas montadas en torno al reparto del dinero de los contribuyentes, confirmándonos que sus niveles de avaricia y degradación moral no tienen límites, y que buscarán lucrar ilícitamente incluso en medio de las peores tragedias humanas.
Nos recordó la debilidad intencional de los organismos de control y de juzgamiento. Ratificó nuestra desconfianza en la justicia y consolidó nuestro descreimiento total con respecto a buena parte de la clase política. Desató nuestros peores fantasmas y nuestras intolerancias en las redes sociales y nos probó que nuestro sistema educativo es tan malo que da igual que las clases sean presenciales o inexistentes (así pretendan convencernos de que hubo algo que llaman clases virtuales).
Pero, la pandemia y sus consecuencias también resucitaron otros rasgos nuestros. En todas partes hubo gente trabajando por la gente. Ollas populares, colectas de alimentos, rifas. La solidaridad y el sentido de pertenencia a un mismo colectivo humano sigue siendo parte constitutiva de nuestro genoma cultural, sobre todo en los estratos más pobres de la población. La generosidad, la empatía, la familia extendida no son solo palabras en el Paraguay.
Otro valor importante que reapareció con fuerza fue la resiliencia, la capacidad de resistir ante situaciones extremas. Somos un país de sobrevivientes. No nos extinguieron guerras genocidas, no lo hará un virus.
Y hay otro elemento que tendemos a olvidar ahora que estamos en el peor momento de la crisis, cierta insospechada disciplina. No es un accidente que estemos entre los países de la región menos afectados por la pandemia. Nos acostumbramos a ver lavamanos hasta en las despensas, medidas básicas de protección hasta en las peluquerías de barrio. Es cierto que cada vez se hace más difícil sostener estas prácticas porque hay un cansancio social, un hartazgo sicológico; pero hemos sido notablemente más cuidadosos y disciplinados que la mayoría de los demás latinoamericanos (excepción hecha de los uruguayos que difícilmente entren en la categoría de latinoamericanos normales).
También es cierto que cuando la situación se tornó crítica hasta la abyecta clase política se movilizó rápidamente y aprobó un plan de emergencia en tiempo récord. Y es verdad que se fortaleció el sistema de salud como no ocurría desde hacía décadas, aunque siga siendo insuficiente. Y no podemos dejar de mencionar el trabajo colosal de un ejército de blanco que vienen resistiendo en las trincheras de los hospitales desde hace ocho o nueve meses.
Estamos demasiado acostumbrados a autoflagelarnos, azotando nuestras espaldas repitiendo como sambenito que somos los peores del mundo. No lo somos. Y la forma como encaramos esta pandemia, incluso con todos los aciertos y errores del Estado y las miserias de las roscas corruptas y sus encubridores, pero también los esfuerzos de emprendedores y empresarios, la solidaridad –y a veces la indolencia– de la sociedad hace que podamos salir de ella mejor parados que la mayoría de nuestros vecinos, y con mejores posibilidades de una recuperación rápida.
Hay muchas lecciones que aprender de este año que se va. Pero quiero cerrar el ciclo rescatando lo que quizás sea lo más importante. La pandemia nos recordó que lo único que nos hace realmente felices es la gente que queremos y que nos quiere. Perderlos o separarnos nos causó el mayor dolor. Recordémoslo para cuando esto se acabe, para cuando podamos volver a juntarnos. Los paraguayos nos “hallamos” cuando estamos juntos, y ese es un valor que nunca debemos perder.