La región latinoamericana vive un constante proceso de cambios políticos. Sin embargo, se ha vuelto un lugar común hablar de lo que se conoce como el “superciclo de elecciones”. Un periodo de dos años en el que se concentran una serie de elecciones nacionales. Una coyuntura en la que el rostro político de la región se trastoca, dando pie a sendos debates sobre el significado de los nuevos giros.
Aunque el corte de cuándo empieza y cuándo termina un ciclo es relativamente arbitrario, en esta ocasión a Paraguay le toca ser parte del cambio ya hacia el final del proceso, junto con Argentina y Guatemala. En efecto, en 2023, con estos tres países, se completará un proceso por el que ya han pasado Bolivia, Perú, Chile, Colombia, Honduras y Brasil.
En el superciclo del 2017 al 2019, la observación más común fue la del “giro a la derecha”, después de la anterior “ola rosada”, en alusión al periodo de gobiernos progresistas, entre los que se incluía al gobierno de Fernando Lugo. Actualmente, se habla de un proceso a la inversa. Se apunta a un nuevo “giro a la izquierda”, luego del periodo de gobiernos de derecha, algunos moderados, como en el caso de Uruguay, Ecuador, Chile y Colombia. Otros, más en la categoría de “populismos” de derecha, como fue el caso de Jair Bolsonaro.
Los análisis sobre este nuevo giro concuerdan en que hay diferencias muy importantes que se deben considerar a la hora de comparar la “ola rosada” y el nuevo giro. Algunas de estas reflexiones son útiles al considerar el caso paraguayo. En primer lugar, está el debate sobre si este nuevo giro se debe realmente a una opción progresista asumida por el electorado, o si representa más bien un castigo a los gobiernos salientes por su mal desempeño. En el caso paraguayo esta pregunta tiene relevancia, ya que, si tuviésemos que explicar el cambio, en el caso que este se dé, no podremos alegar que ha sido porque la Concertación es una opción progresista, sino sobre todo por los problemas de desempeño del Partido Colorado en el gobierno. Además, la peculiaridad del caso paraguayo es que no se trata solo de un juicio sobre el desempeño del gobierno saliente, sino que va más allá. Hay como una demanda de rendición de cuentas sobre un ciclo político más largo, marcado por el dominio de dicho partido. De ahí que se hable de la quiebra de un “modelo”. Uno en el que la corrupción, el clientelismo y el ascenso del narcoestado figuran como puntos resaltantes, aunque no se han excluido los temas de desigualdad y pobreza.
Hay otros factores diferenciadores que vale la pena traer a colación. Uno de gran importancia es el que alude al contexto. La ola rosada se dio en una época de auge por el boom de los commodities y había recursos de los cuales se podía disponer. Hoy, el giro se da en una época de crisis, saliendo de años de desaceleración económica, una pandemia, una guerra y un creciente impacto del cambio climático. En esas condiciones, la legitimidad de los nuevos gobiernos puede rápidamente verse desgastada por la imposibilidad de lograr resultados significativos. Por lo que se está poniendo énfasis en el pragmatismo y la necesidad de nivelar las expectativas, buscando soluciones posibles, con medidas rápidas, y con mucha predisposición a la negociación. Véase el caso del gobierno de Gustavo Petro y la negociación en curso para la reforma del sistema de salud. O el caso del gobierno de Boric y cómo ha tenido que lidiar con el fracaso de la reforma constitucional y el rechazo a su propuesta de reforma tributaria.
Finalmente, no hay que olvidar otra característica muy relevante para el caso paraguayo. Las alternancias que se han experimentado en la región se han basado en coaliciones amplias, razón por la cual los nuevos gobiernos siempre tendrán un frente interno, que requerirá atención constante para lograr la cohesión. En ese sentido, la propuesta de la Concertación es probablemente una de las más delicadas, pues intenta mantener en pie una amalgama muy diversa. Demasiado diversa, dirán algunos.