Lo sospechábamos, pero no por ello la confirmación fue menos abrumadora. Somos un paraíso narco. Elevamos las manos en oración y quien nos bendice puede ser un reverendo narco. Compramos con nuestros magros salarios un modesto yate y quien nos lo vende está bajo sospecha narcótica. Pedimos una gauchada a un potencial oferente en las licitaciones públicas del ministerio que administramos y el buen samaritano resulta ser un émulo de Pablo Escobar. No hay escape; tenemos narcos hasta en la sopa. Levantamos una piedra y escapa un narco.
Por supuesto que esta invasión ocurrió sin que los diferentes gobiernos y los administradores de turno tuvieran la menor responsabilidad. No es que los organismos de control hayan hecho la vista gorda, ni que las empresas privadas hayan vendido estancias, avionetas, automóviles de lujo y miles de cabezas de ganado sin cuestionar siquiera de dónde salían tantos dólares relucientes.
Obviamente, tampoco es cierto lo que dijo la antojadiza diputada Celeste Amarilla; que muchos de sus colegas parlamentarios fueron financiados por narcos. Un exabrupto que le valió una suspensión sin goce de sueldo, merecidísima sanción impulsada por su archienemigo, el diputado cartista Bachi Núñez, quien, por cierto, andaba por estos días rebuznando su indignación por tanto funcionario vinculado con narcos. Coherencia que le dicen.
Lo que sí resulta novedoso es esta curiosa competencia que se ha desatado entre los movimientos internos colorados (aunque también hay varios azules en el juego) por demostrar que el equipo rival tiene más amigos narcos que el nuestro. Es un hecho que todos los tienen, la cuestión es quiénes son más amigos de ellos.
Hay fotografías para todos los gustos. El propio presidente de la República aparece en una de ellas en la residencia presidencial con el pastor de Curuguaty, hombre de poca fe que desconfió de la consigna bíblica “Dios proveerá” y decidió buscarse otros proveedores en Bolivia y Colombia. No menos sorprendente fue la imagen del ahora ex ministro Arnaldo Giuzzio, departiendo en el local de la FOPE con un vendedor de chalecos antibalas y camionetas blindadas. Estaban allí agentes de la Senad y comisarios de alto rango. El astuto comerciante resultó ser uno de los hombres más buscados en Brasil como presunto integrante de una banda que trafica drogas.
Fue la oportunidad perfecta para que saltaran a su yugular los sicarios políticos y mediáticos del cartismo. Dicen que su caída fue celebrada en el búnker de la avenida España con un monumental brindis, algo poco frecuente en ese lugar. Un chisme malicioso asegura que, en la mañana, mientras el señor de la mansión y sus invitados seguían festejando la victoria, la empleada doméstica sacaba el polvo a las fotografías colgadas en la pared de la sala, entre ellas la del líder del movimiento confundido en un abrazo con su hermano del alma, el mayor lavador de dinero del Brasil de todos los tiempos.
No es necesario decir que las acusaciones cruzadas y la indignación selectiva no son más que otro capítulo en esta interminable farsa republicana, un montaje cíclico en el que se simula que hay movimientos enfrentados con visiones radicalmente distintas sobre cómo se debe ejercer el poder, para qué y con quiénes, facciones que tras la cruenta interna colorada se abrazarán nuevamente para mantener su hegemonía y repetir el espectáculo.
Los narcos no tienen una preferencia política. Compran protección estatal. Y para eso rentan instituciones sobornando a sus funcionarios, pero, principalmente, a quienes controlan a esos funcionarios, a los políticos que se reparten el aparato público.
Obviamente, si el Partido Colorado maneja casi el 90 por ciento del Estado, sus movimientos internos son el mercado favorito de los narcos.
Esto lo sabíamos, lo que desconocíamos era cuán infestado estaba el país. La narcosemana que se fue despejó toda duda. Somos un paraíso narco.