29 abr. 2025

Películas de ayer y hoy

Robocop. Cuando se piensa en Haití, se piensa en una distopía macabra del tardocapitalismo, donde el monopolio de la violencia ya no recae en el Estado, y las bandas armadas dominan el país. En Puerto Príncipe, la Embajada de los Estados Unidos urgió esta semana a los ciudadanos oriundos de este país a que dejen la isla apenas puedan. “Dada la actual situación de seguridad y los problemas de infraestructura, los ciudadanos estadounidenses en Haití deben abandonar el país lo antes posible utilizando medios de transporte comerciales o privados”, informó en un comunicado.

Desde que en julio de 2021 fuera asesinado, en su residencia y por un grupo comando, el entonces presidente Jovenel Moïse, la nación que realizó hace más de dos siglos la primera revolución esclavista y republicana triunfante de la historia vive una espiral de violencia sin límites, que en su caso es endémica y que se suma a amenazas hidroclimáticas constantes, las mismas que años atrás, en 2010, se manifestaron bajo la forma de un devastador terremoto.

Particularmente, cuando pienso en la Haití de estos días, pienso en Robocop, de Paul Verhoeven. En la siempre actual película de 1987, la Policía ya no controla Seattle, sus efectivos son asesinados diariamente por las bandas criminales, por lo que se declara una huelga de las fuerzas de seguridad, lo que ahonda aún más el descontrol. Lo que prepara el escenario para la aparición del producto estrella de una corporación, como sucede con todas las grandes corporaciones distópicas que habitan un rascacielos intocable, Robocop.

Pero en Haití no hay un fantástico policía algorítmico, ni mucho menos, que solucione este entuerto social provocado por siglos de colonialismo y de imperialismo. No lo fueron los Estados Unidos en la ocupación de 1915, ni la dinastía de dictadores afines a los yanquis (los Duvalier), ni la ONU.

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Cayo Largo. Hay “momentos Robinson” en la historia del cine, como bien escribió el novelista David Foster Wallace que hay “momentos Federer” en la del tenis. En el caso del sapientísimo actor Edward G. Robinson (1893-1973), esos momentos coincidían (al menos para mí) con su exacta primera aparición en ciertas películas, aparición decisiva y a menudo esperada, donde sus personajes se definían para siempre, e implacablemente. No necesitaba más, y los directores lo sabían. Un primerísimo plano o uno completo suyos, insertados como mecanismos de relojería en películas disímiles como Key Largo (1948) o The Cincinatti Kid (1966), resumían horas enteras de metraje y guion: en la expresión facial, corporal del actor de aspecto rechoncho y maquinador. Casi siempre como antagonista inolvidable, feroz. De Humphrey Bogart, en la película de John Huston; de Steve McQueen, en la de Norman Jewison.

En A libro abierto (1980), sus divertidísimas y amargas memorias, Huston describe lo que para él era la imagen que el público más recordaba de Cayo Largo: “Parecía un crustáceo sin su concha”, metido Robinson en la bañera con un puro en la boca y un vaso de whisky en la mano, un ventilador soplándole el cuerpo en el bochorno de una siesta de hotel isleño: una imagen icónica del tipo de gánster que él mismo había inaugurado en Little Caesar (Hampa dorada, 1931).

En uno de mis diálogos predilectos de Cayo Largo, James Temple, el personaje del viejo Lionel Barrymore, tomado de rehén en su propio hotel junto a Bogart y su nuera viuda Lauren Bacall, le pregunta al traficante y contrabandista Johnny Rocco si sabe lo que quiere. Este duda un rato, como si olvidara súbitamente su misión en la vida. “Él quiere más. ¿No es así, Rocco?, le ayuda Frank McCloud, el personaje de Bogart. “¡Eso! ¡Más! Así es, ¡quiero más!”, responde Rocco. “¿Alguna vez tendrás suficiente?”, sigue moralizando Temple. “Bueno, nunca tuve suficiente… No, supongo que no”, concluye un agudo Robinson del capitalismo gansteril.

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