La oleada de representaciones callejeras con miles de ciudadanos en protesta por el deterioro de la calidad de vida es nota común desde hace tiempo. El malestar es cada vez más generalizado, la violencia de las marchas se expande y recibe también el retruque desde las fuerzas del orden, en mayor o menor grado. El hastío se instaló en la vía pública y no alcanzan las respuestas desde los órganos estatales.
Las últimas décadas evidencian un desgaste en la praxis de liderazgo regional y la crisis continúa golpeando a los estratos más desfavorecidos; la incorrecta distribución de la riqueza mantiene a los mismos grupos de poder establecidos en lo alto de la pirámide, mientras las masas siguen debatiéndose cómo llegar a fin de mes, sin figuras que las representen: Hay quienes priorizan su estatus y su proyección política mediante los cargos apetecidos, a sabiendas de que insertarse en el aparato estatal es el mejor negocio de los últimos tiempos.
Como consecuencia, es cada vez más patente el contrapunto entre los privilegiados que logran algún cargo público o forman parte de los tentáculos del poder y aseguran dividendos, aunque su producción sea ineficaz, frente a la gente común que –en su mayoría– sobrevive con un ingreso informal y no tiene seguro médico ni jubilación. Conviven ciudadanos de primera y de segunda, en un escenario polarizado por las ideologías, o más bien por la interpretación ya desvirtuada de estas últimas.
El panorama impuesto e inventado por los detentadores del poder, con discursos llenos de artilugios y demagogia, se enfrenta al marco real de las penurias colectivas, e incluso al ímpetu de emprendedurismo de algunos sectores privados (en su mayoría de pequeñas y medianas empresas) anhelantes de un futuro mejor, con reglas de juego claras y estables, para proyectar un crecimiento acorde y cumplir los compromisos asumidos.
En regiones de subdesarrollo como la nuestra, resulta en definitiva casi lo mismo que emerjan figuras ubicadas en cualquier sitio del arco ideológico, especialmente en las antípodas o los extremos entre derecha e izquierda, ya que –en definitiva– la acción cotidiana lleva a muchos de ellos (con honrosísimas excepciones) a incursionar en similares desprestigios, mismas deslealtades, lugares comunes con manchas de corrupción y deterioro en el devenir de sus funciones.
Se apela –en los debates públicos– tan solo a menoscabar, a denostar, a descalificar cualquier idea o acción del espectro contrario, en un macabro juego de desgaste secular, antes que la búsqueda de consensos o de pactos sociales sobre dos o tres ejes fundamentales para las naciones, a partir de los cuales trazar proyectos y programas de largo alcance, ya que –por el contrario– el cortoplacismo está instalado en el ADN de cualquier facción político-partidaria.
La construcción de una sociedad más abierta y democrática queda, de esta forma, alejada en el tiempo y el espacio. Los grupos humanos solo buscan el interés de clase, parcelado, se miran el ombligo y brindan poco aporte a la edificación de mejores escenarios. Y como corolario, se imputa al otro sobre las miserias habidas y por haber, sin asumir un verdadero compromiso o mea culpa, sin la dialéctica necesaria para avanzar.
De esta manera, se retroalimenta el círculo vicioso de la pobreza, que no es solo económica, sino intangible y cultural, ya que mentes bien alimentadas e instruidas para el progreso pueden aportar su grano de arena y poner el hombro para elevarse del fango, lo que justamente le falta a esta región, sumida aún en nimiedades que se enfatizan y urgentes prioridades que se minimizan.