Empecemos por el principio: el peronismo, realineado como Frente para la Victoria (o kirchnerismo) desde el 2003, comenzó a confrontar con la coalición que nació en el 2015 bajo el nombre Cambiemos, monopolizada por el Pro de Macri, pero constituida por el Pro, el partido centenario la Unión Cívica Radical y la Coalición Cívica, y dicha coalición venció en las urnas en el 2015.
En el 2019, tras el fracaso del gobierno de Macri, el kirchnerismo de Cristina Fernández de Kirchner (CFK) pretendió volver al poder, pero el caudal electoral de CFK no alcanzaba para llegar a conquistar la presidencia y así fue que convocó a Alberto Fernández, ex jefe de gabinete de su difunto marido, Néstor Kirchner (desde 2003 a 2007), y de ella misma por un año (hasta 2008).
Luego de abandonar al kirchnerismo de Cristina, Alberto Fernández pasó largos años criticando de modo tajante el accionar político y la ética de CFK a través de medios de comunicación y redes sociales. El actual presidente llegó a vincular a la ex presidenta con la muerte dudosa del fiscal de la Nación Alberto Nisman y con el encubrimiento al atentando a la mutual judía AMIA en Argentina.
Sin embargo, en el 2019, CFK necesitaba reunir electorado para ganar la elección, y argumentan los mal pensados y los no tanto, que la intención de Cristina Fernández de volver al poder respondía a la necesidad de obtener fueros e intervenir todo lo posible ante la Justicia para poder salir ilesa tras una decena de causas judiciales en su contra. Así, para poder contar con chances de ganar la elección convocó al peronista –en aquel entonces “moderado”– Alberto Fernández, quien pudo atraer votos y así el nuevo Frente de Todos venció en las urnas.
Los primeros meses de mandato, el presidente contó con una excelente imagen a partir de ese estilo “moderado” que parecía imponerse frente a una dirigencia político-partidaria muy polarizada y peleada. Pero como resultado de la pandemia del Covid-19, Argentina sufrió la cuarentena más larga del mundo decretada por un presidente, además de que el país heredaba de Mauricio Macri preocupantes desajustes económicos, financieros y sociales.
En este marco, Alberto Fernández se vio desacreditado tras proclamar decretos que ni él ni sus familiares y amigos respetaron, como con las fiestas vips o los vacunatorios vips para los propios. Además, la gestión del presidente que apostó a un encierro ciudadano interminable implicó un desmadre del gasto público, una continua emisión monetaria, un endeudamiento creciente, una devaluación que no paró y no para de escalar, un aumento de precios que parece no tener fin, un deterioro severísimo del salario real, una industria que se desmorona y un índice de pobreza que lastima.
Durante el primer año de gestión, la vicepresidenta se mantuvo en silencio como suelen mantenerse los vicepresidentes en Argentina. Pero mientras callaba ante la opinión pública, se ocupaba de colocar en agenda la reforma de la Justicia, tema que la inquietaba e inquieta, tras las numerosas causas penales que comprometen su libertad.
Pero de repente, la vicepresidenta, junto a su núcleo duro, congregado en la agrupación La Cámpora, liderada entre otros por su hijo Máximo, comenzaron a manifestar con alto parlante la cruzada “anti-Alberto” con burlas y agravios constantes y públicos contra el presidente y ministros y secretarios albertistas.
Esto volvió a ocurrir el 2 de julio cuando, mientras CFK ninguneaba en un acto al presidente y al ministro de Economía, Martín Guzmán, este último presentaba su renuncia en tiempo real por Twitter. A partir de entonces, funcionarios albertistas –que según CFK “son funcionarios que no funcionan”– empezaron a renunciar mientras La Cámpora cristinista sigue controlando institutos claves del Gobierno.
Luego de los impiadosos agravios de CFK y la renuncia de Guzmán, Alberto Fernández afirmó que no hablaría más con la vicepresidenta y tuvieron que intervenir intermediarios para convencerlo de retomar el diálogo. En el correr de una semana solo se supo que el presidente finalmente se reunió con CFK, pero sin que se diera a conocer los temas tratados en la reunión.
Más tarde, el presidente se hizo presente en el acto de asunción de la nueva ministra de Economía, Silvina Batakis (quien fue elegida con la venia de CFK) en una ceremonia que duró seis minutos. Y trascendió que existió una reunión secreta entre el presidente, la vicepresidenta y el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa (negada por la portavoz del Gobierno y luego admitida por el mismo Gobierno) en un clima de hermetismo total. Esto generó una enorme incertidumbre ante los mercados y ciudadanos desinformados.
Así, continuó la escalada del dólar, del riesgo país, de los precios, el descenso de las reservas y el empobrecimiento de los argentinos. Mientras, la vicepresidenta continúa presionando para que se trate ya mismo una reforma de la Corte Suprema de Justicia para aumentar su número de miembros, ya que, con la composición actual, no puede lograr el apoyo que necesita para quedar libre de culpas y cargos.
Se esperaba con nerviosismo y preocupación que en el acto por la conmemoración de la independencia argentina del sábado 9 de julio el presidente se pronunciara sobre lo acontecido, pero una vez más, Alberto Fernández volvió a someterse a la vicepresidenta que lo maltrata y boicotea su gestión (gestión que él mismo ya se viene encargando de lapidar), y así pronunció un discurso en el cual llamó “profetas del odio” a sectores de la oposición.
Cabe destacar que frente a la negociación con el FMI para evitar default, la oposición le dio el apoyo con 96% de los diputados votando a favor, mientras su propia fuerza, Frente de Todos, arengada por Máximo Kirchner, quien votó en contra de lo que necesitaba el presidente, le brindó solo un apoyo de un 65% de sus integrantes.
La teletragedia de la cual estamos siendo testigos los argentinos demuestra que la grieta al interior del Gobierno supera con creces al enfrentamiento entre el oficialismo y la oposición. Este enfrentamiento está noqueando a la Argentina, pero el presidente de los argentinos no ve, no escucha y no gobierna.
(*) Sandra Choroszczucha es politóloga y profesora de la Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina. Máster en Historia Económica de la misma universidad. Columnista en medios argentinos, como La Nación, Perfil, El Economista y Clarín, entre otros.
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