En Japón, un parlamentario interpeló al primer ministro a finales de marzo con preguntas propuestas por ChatGPT. En Francia, el robot redactó una enmienda al proyecto de ley de los Juegos Olímpicos de 2024.
Incluso el presidente francés, Emmanuel Macron, mencionó en Twitter recientemente la inteligencia artificial de OpenAI, publicando una captura de pantalla de un intercambio con el chatbot que consideraba a Europa “competitiva” en la carrera por la innovación.
La tecnología estadounidense detrás de ChatGPT no fue, sin embargo, concebida para emitir tales juicios, porque solo responde con las palabras más acordes con una solicitud, por lo cual puede sostener alternativamente posiciones opuestas.
La popularidad de la inteligencia artificial (IA) le valió a Macron las burlas de la secretaria general de la central gremial CGT, Sophie Binet, quien afirmó que las declaraciones televisivas del mandatario para tratar de desactivar la crisis social provocada por la reforma de las jubilaciones “podría haberlas hecho ChatGPT”.
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Los políticos intentan aprovechar las posibilidades del robot, que contaba con más de 100 millones de usuarios activos a principios de año, apenas dos meses después de su lanzamiento.
Según Pascal Marchand, profesor de Ciencias de la Información en la Universidad de Toulouse, las IA como ChatGPT “son capaces de generar discursos muy fieles” a los marcadores ideológicos tradicionales de los políticos.
Pero al no poder innovar, son menos relevantes para los partidos que quieren “adaptarse a la coyuntura y tener un discurso acorde con los tiempos”.
Los partidos más derechistas creen que el ChatGPT es “woke” (un término usado despectivamente por sectores conservadores hacia una supuesta complacencia de la izquierda con las reivindicaciones de las minorías) y que está impregnado de los valores liberales y progresistas de Silicon Valley.
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En Francia, el presidente del partido Agrupación Nacional (RN), Jordan Bardella, agita en las redes el espectro de “otro gran reemplazo” de la inteligencia artificial, con referencia a un supuesto plan de “gran reemplazo” demográfico que algunos sectores de la ultraderecha atribuyen a las olas migratorias hacia Europa.
OpenAI, o sus competidores como Bard (desarrollado por Google), tienen sin duda sesgos, como resultado de su entrenamiento a partir de un gran corpus de textos y filtros agregados por sus creadores para limitar la generación de comentarios reprensibles.
En Nueva Zelanda, el investigador David Rozado diseñó, sin publicarlo, el robot RightWingGPT, una IA entrenada para producir una argumentación conservadora, que apoye la familia tradicional, los valores cristianos y el libre mercado.
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Elon Musk, el nuevo jefe de Twitter e inversionista de OpenAI, dijo en una entrevista durante el lanzamiento de la start-up que quería lanzar TruthGPT, una IA menos “políticamente correcta” que ChatGPT.
Por su parte, el Gobierno chino promulgó reglas para que la IA generativa “refleje los valores socialistas fundamentales”.
“Si alguien desarrolla un robot conversacional que siempre va en la misma dirección, podrá proporcionar elementos de lenguaje a personas convencidas, pero interesará a mucha menos gente”, juzga Pascal Marchand, para quien no vale la pena “fantasear demasiado con la manipulación masiva que este medio podría representar”.