Si cargáramos en una computadora las características de cada uno de los habitantes del país y aplicáramos un algoritmo para dibujar sobre esa base al paraguayo y la paraguaya promedios, tendríamos a un o a una joven con serias dificultades para comprender lo que lee y aún más para convertir en palabras escritas lo que piensa; sería incapaz de realizar cualquier operación matemática (salvo las más elementales) para solucionar problemas específicos; y optaría casi siempre por justificaciones místicas o teorías de conspiración antes que una exposición científica o racional para explicar cualquier fenómeno que se presente.
Este ciudadano promedio trabajaría por cuenta propia o en una situación de dependencia no asumida por su empleador, con un ingreso menor al salario mínimo legal vigente. Su única cobertura de salud sería la pollada solidaria de los amigos; y su única esperanza de jubilación, la posibilidad incierta de que algún familiar se haga cargo de cuidarle cuando ya no tenga fuerzas para valerse por sí mismo.
Esta es la realidad de la mayoría de quienes habitan estas tierras. Dos palabras determinan la calidad de vida en el Paraguay: educación e informalidad. Todo lo demás gira en torno a estos puntos. El modelo económico, las políticas públicas de educación, la pésima gestión estatal, la corrupción, el prebendarismo político, las mafias. Pero en el centro de todo, analfabetos funcionales y trabajadores en negro.
Tenemos la peor educación que un Estado puede perpetrar, y un mercado laboral en el que solo un tercio trabaja en la formalidad, y solo dos de cada diez laborantes tienen seguro social. Quien no puede comprender lo que lee ni formular con palabras lo que piensa, jamás tendrá más oportunidades que las de un jornalero. Quien no puede desarrollar el pensamiento matemático ni articular razonamientos lógicos escapará de cualquier actividad que requiera un conocimiento técnico.
De cada decena de trabajadores formales, siete están ocupados por empresas pequeñas y medianas de no más de cinco empleados que viven exclusivamente de la venta en el mercado local. Sus empleadores se financian en su mayor parte con créditos de la usura y cruzan los dedos porque sus ingresos les permitan cada fin de mes cubrir los salarios y las deudas. Sus utilidades –cuando las tienen– apenas los elevan por sobre el nivel de ingresos de sus trabajadores.
Si esta es la realidad de la abrumadora mayoría de los paraguayos y paraguayas, ¿por qué ni la educación ni la formalización del empleo aparecen en el discurso de los interesados en capturar el voto de los electores?
Es curioso, pero parece que solo las minorías privilegiadas del país, aquellas que gozan de beneficios de los que la mayoría carece, tienen un voto consciente. Y los políticos lo saben. Por eso tenemos a legisladores prometiendo echar mano de USD 300 o USD 500 millones de los fondos de Itaipú para ajustar el salario de jubilados de la Administración Pública, un sector que pertenece a menos del uno por ciento de los trabajadores que logró el beneficio de la jubilación.
Es muy probable que ese tipo de políticos, vergonzosamente populistas, logren su reelección. Por el contrario, aquellos pocos racionales, que plantean, por ejemplo, anular privilegios y sincerar potenciales beneficios para incluir a más trabajadores, esos no logran adhesiones populares.
El trabajador promedio –aquel que sobrevive en la informalidad con menos de un salario mínimo hoy– está anestesiado, es incapaz de captar el discurso que le conviene. Probablemente la campaña electoral solo suponga para él la oportunidad de comer y beber a cuenta del operador político del barrio (que le cobrará de alguna manera al Estado) y de alzarse con algunas monedas a cambio del voto. Por eso probablemente para empezar a cambiar primero tenemos que comprender lo que necesitamos. Y repetirlo hasta el hartazgo, hasta que se convierta en obligación para todos: educación pública de calidad y formalización del trabajo.