Cuando se produjeron las redadas de estos niños y de algunos de los padres y madres, ellos se encontraban en la vía pública realizando tareas de subsistencia. El procedimiento fue aparatoso, con intervención de la Policía, sin haberse realizado un contacto o interacción previa.
En la mayoría de los casos, los niños fueron separados por la fuerza de sus madres y padres, y posteriormente institucionalizados, sin haber sido individualizados, siquiera. Fueron internados en hogares que, según la demanda presentada ante la CIDH en el 2001, y admitida en el 2008, no estaban preparados para darles acogida.
Por entonces no existían programas sociales de carácter integral, como Abrazo; ni la Secretaría de la Niñez y la Adolescencia. La misma jueza que ordenó retirarlos de la calle, luego de algunos días ordenó la restitución de varios de los niños a sus familias, pero otros permanecieron en los hogares, por años, como un bebé de 7 meses, que en el 2007 seguía en uno de los albergues transitorios, sin contacto con su familia.
El caso fue admitido por la CIDH, porque significó la violación de varios derechos humanos por estas razones: la separación de los niños de sus padres, la realización de exámenes ginecológicos a niñas y adolescentes a las 48 horas de la intervención y frente a extraños, causando humillación a las víctimas, y la separación a grupos de hermanos. El Estado incumplió el deber de proteger a la familia, no respetó el derecho a la integridad personal, a la protección de la honra y de la dignidad, a la libre circulación, a las garantías judiciales, y a la protección judicial.