La dictadura de Alfredo Stroessner supo poner en marcha un sofisticado mecanismo de control a través de una red de espionaje llevado adelante por un ejército de soplones, que eran conocidos como pyrague.
Si se traduce literalmente, esta alocución guaraní significa pie peludo, y con ello se hacía alusión al sigilo con que se mueve un espía, con andar sigiloso, sin levantar sospecha alguna. Eran los informantes del dictador y podían infiltrarse en los más impensados lugares para que el tirano estuviera al tanto de todo lo que pasaba en el país.
Según un artículo en Última Hora del periodista Raúl Ramírez, estos espías fueron dotados de un carné con una foto que señalaba que eran agentes confidenciales o al servicio del Ministerio del Interior.
“Estos carnés les habilitaban a no pagar pasajes en los colectivos, ingresar en fiestas y cines sin abonar nada. Tenían acceso libre, para el cumplimiento de sus funciones”, se lee en el material periodístico.
En el Centro de Documentación y Archivo para la Defensa de los Derechos Humanos, también conocido como Archivo del Terror, existe una lista de unos 500 de los llamados pyrague.
Era una forma de mantener controlada a la población, a través de esa desagradable sensación de estar a merced de personas inescrupulosas que actúan por una “orden superior”.
34 años después de la caída de la dictadura, este mismo sistema se sigue utilizando en nuestro país por organizaciones criminales que tienen un objetivo similar: coartar la libertad de las personas e imponer el miedo a través del control.
Recientemente, en el Consejo de Ministros, el titular del Ministerio de Justicia reconoció públicamente que es víctima de este sistema perverso, afirmando que se siente inseguro en la sede donde hace oficina por la presencia de infiltrados que responden al crimen organizado y reportan todos sus movimientos a líderes de grupos criminales como el Primer Comando de la Capital (PCC) y el Clan Rotela.
“No puedo seguir yo en el lugar donde estoy ejerciendo el ministerio”, confesó el secretario de Estado, revelando así la gravedad de la situación.
Estar privado de libertad no es impedimento para crear un monstruo gigante que tiene tentáculos en todos los rincones de la sociedad. Las cárceles son territorio ganado por el crimen organizado y urge que sean recuperadas por el Estado.
Queda una ardua tarea por delante para desarticular el sofisticado sistema que lograron poner en funcionamiento. No será nada fácil identificar a los agentes encubiertos, vestidos con el uniforme de entidades públicas, ocupando cargos de confianza, pero operando a favor de organizaciones criminales.
La tan postergada reforma penitenciaria quizás sea el camino si es que hay una intención política real de extirpar este tumor maligno. Ordenar la cárcel desde adentro con presencia real del Estado, combatiendo la corrupción, tal vez sea otra de las opciones.
La estrategia tendrá que ser bien pensada, elaborada con inteligencia, con eficacia y, sobre todo, con mucha prudencia, para evitar que un pyrague filtre todo a algún jefe del crimen organizado.