Iniciar un nuevo año invita de alguna forma a reflexionar sobre el valor de ese bien del que disponemos como condición de estar vivos; un herramienta invisible del transcurrir y que nos permite el accionar, el quehacer, el envejecer, el gozar, el sufrir; y cada uno en su situación particular, ambiente, entorno familiar, realidad social, cultural, laboral.
“Haz lo que puedas para que tu tiempo se sienta digno y grandioso, sé agradecido por tener problemas pequeños y superarlos… Mirá qué azul es el cielo y qué tan verdes son los árboles... Piensa en lo afortunado que eres de poder hacer eso, respirar”. Así reza parte de la carta escrita por Viviana Garcete, una joven de 26 años, fallecida el jueves pasado, luego de luchar contra la enfermedad del cáncer. Expresiones que nos revelan cuánta necesidad tenemos, en más de una ocasión, de una mirada distinta hacia nuestro entorno y la vida que tenemos. Muchas cosas las damos por descontadas.
Debemos reconocer que aprovechar el tiempo debidamente no es cosa fácil. Éste se nos escapa y discurre de manera imperceptible; parece abundante y sin límites, pero en la mayoría de los casos no nos alcanza.
Sea como sea, uno de nuestros principales desafíos como seres humanos sigue siendo el saber utilizarlo para avanzar y crecer, proyectarnos hacia algún mejor lugar, y alcanzar eso que deseamos con todo nuestro corazón, incluso cuando no somos conscientes de ello: ser felices, sentirnos plenos y realizados.
Las decisiones asumidas en el tiempo marcan el camino hacia este objetivo, y es aquí donde la libertad individual y la concepción de la propia vida, es decir, en qué se resume para nosotros el vivir, se transforman en factores claves. ¿Cómo avanzar sin tener claro lo que se quiere? ¿Qué significa valorar el tiempo si no sabemos en qué vale la pena invertirlo? ¿Cómo apreciarlo cuando ya no se desea algo y parece que ya sabemos todo lo que necesitamos, y no nos sorprende nada?
Y es también aquí cuando nos toca descubrir el “peso” que tiene el instante; allí en el que uno asume el riesgo, escucha el buen consejo, acepta la evidencia o la rechaza; se deja querer o se encierra en la soledad; se apega a la mirada negativa –siempre al acecho– o da paso a la esperanza y la incomodidad de una novedad. Sí, porque lo nuevo, incómoda.
Aún recuerdo el instante en que una niña de ojos grandes, a quien conozco, una tarde de sábado decidió dejar su segura habitación para ir a una reunión social. Se fue con rabia pero volvió contenta, con nuevas experiencias y compañeros de juego. Aquel imperceptible instante de elección había sido definitivo para sumar en ella una experiencia positiva.
A nosotros, los adultos, cada día nos sucede algo similar. Y es que el tiempo no nos pertenece; se nos da para aprender a descubrir lo que somos, para “exprimirlo”, como se dice, pues exige un sello nuestro. Dejarlo pasar como simples espectadores no corresponde a nuestra necesidad y naturaleza. Dedicarlo a aquello que perdura es buena señal, pues lo verdadero permanece.
Y en este proceso, la curiosidad y el asombro son esenciales. El primero abre las puertas al conocimiento novedoso. ¿Cómo descubrir si no se desea conocer? El segundo, es la posibilidad de crecer y apreciarlo todo de modo permanente, en medio del cotidiano y la gente que creemos ya conocer, despegando etiquetas que impiden mirar. Curiosidad y asombro resultan vitales para sacudirnos del estancamiento y sacar provecho de los segundos a nuestro favor. Por ello, al iniciar el año, qué más desear sino que el tiempo, factor clave de nuestra vida, no pase en vano para cada uno. ¡Feliz 2020!