Estas protestas son de interés periodístico debido a su magnitud. Pero son aún más notables si se tiene en cuenta el hecho de que tuvieron lugar en tres de los países más exitosos económicamente de América Latina.
Brasil es la economía más grande de América Latina y la sexta más grande del mundo. Chile, considerado desde hace años como una de las economías emergentes mejor administradas, recientemente se transformó en un país de ingreso alto. Perú, a pesar de la incertidumbre mundial, logró un crecimiento económico espectacular en los últimos cuatro años.
Entonces, ¿por qué la gente protesta en lugar de celebrar?
Para empezar, estas protestas no deben equipararse a las de otras latitudes. No representan un levantamiento popular en contra de líderes autocráticos. En todo caso, como dijo la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, “el tamaño de [las] protestas es una muestra de la fortaleza de nuestra democracia”.
Esta vigorosa tradición democrática probablemente contribuya a hacer más sostenibles los logros sociales y económicos de la última década. A medida que la ciudadanía comienza a exigir mejores servicios y transparencia, los mecanismos de rendición de cuentas comienzan a aparecer.
Los manifestantes no salen a la calle por reclamos exorbitantes. El hecho es que en los últimos meses han estado pagando más por servicios que no mejoran. En Brasil, por ejemplo, el precio de los servicios personales y los alimentos básicos comenzó a subir aceleradamente hace un año, duplicando la inflación promedio. En Chile, mientras tanto, el precio de la educación, los servicios personales y los alimentos y bebidas subió hasta tres veces más que la inflación promedio.
En la segunda mitad del siglo XX, las clases medias latinoamericanas eran pequeñas, menos del 20 por ciento de la población; tenían un escaso compromiso con el Estado. No se les pedía que pagaran mucho en impuestos y tampoco esperaban recibir mucho en términos de servicios públicos. Más bien los evitaban y preferían pagar por una educación, salud, seguridad e incluso electricidad privadas.
Hoy en día, quienes forman parte de una clase media más numerosa, se dan cuenta que hay un límite a la abstención. Existen bienes públicos de los que todos dependen, como vialidad, transporte público, calidad de la educación y atención a la salud, aire limpio y seguridad ciudadana, entre muchos otros.
Entre 2003 y 2011, la clase media creció un 50 por ciento. Por primera vez en la historia, hay más latinoamericanos de clase media que viviendo en la pobreza. Aun así, empero, para llegar a una sociedad de clase media, uno de los prerrequisitos es una mejora en la calidad y cobertura de los servicios públicos esenciales. Solo entonces podrá fortalecerse el contrato social, quebrando el círculo vicioso de impuestos bajos y baja calidad de la educación, seguridad y salud pública.
Esto no quiere decir que las protestas evidencien el fracaso gubernamental. La reducción de la pobreza en los últimos años ocurrió bajo un contexto de estabilidad macroeconómica, lograda gracias a reformas fundamentales y en función de políticas sociales mejor orientadas que ayudaron más a los que menos tenían.
Las protestas sirven como recordatorio de que las sociedades latinoamericanas cambiaron de manera dramática en los últimos años. La transformación de hecho ocurrió tan rápido que para los gobiernos ha sido difícil seguirles el paso y mejorar los servicios de forma de satisfacer la demanda.
Y si bien invertir en mejorar los servicios públicos representa una propuesta a largo plazo que puede no servir objetivos políticos de corto plazo, las protestas nos ayudan a entender que para el Estado, no invertir es una muy mala apuesta.
En el mundo interconectado de hoy, es probable que las expectativas de los latinoamericanos sigan aumentando. Los gobiernos a nivel nacional, estatal y local deberán volverse cada vez más eficientes para satisfacer las exigencias de la gente. Más que el precio inevitable del éxito, las recientes protestas representan el precio de una agenda exitosa, y todavía incompleta.
(*) El autor es el vicepresidente del Banco Mundial para América Latina y el Caribe.