También fueron suspendidos cinco jueces y hay un surtido de legisladores en capilla. La causa: la filtración de escuchas telefónicas que revelan cómo se cocinaban casos judiciales mediante el tráfico de influencias, la extorsión, el chantaje, la presión y el soborno. ¿Les suena?
SÍ, es un caso calcado del nuestro. La única diferencia es que aquí no hubo una sola renuncia importante. El único preso es el amanuense del senador Óscar González Daher, la estrella indiscutible de los audios, quien luego de unos pocos meses de expulsión retornó impávido a la Cámara y anda por los corrillos del Congreso acomodándose el bisoñé sin que nadie lo moleste.
¿Son los corruptos del Perú más pudorosos que los nuestros? En absoluto. Lo que impulsó a las disolutas autoridades andinas a dimitir sin mayores dilaciones fue la horda de ciudadanos indignados que tomaron por asalto las avenidas limeñas. No hubo un repentino y postrer acto de patriotismo, sino la reacción natural al miedo, el julepe que les provocó la furia ciudadana traducida en acción.
Quedarnos solo en las comparaciones es perder el tiempo. Si queremos iguales resultados hay que hacer lo mismo, así de simple. Por lo tanto, sin más preámbulos, propongo que empecemos a organizar la fijación ciudadana de los límites. No respetaron las fronteras trazadas por la ley, pues entonces tendremos que dibujarles la línea con la acción, mediante el uso civilizado del escrache y la manifestación pública.

Ahora mismo tenemos dos casos redondos para empezar: el de González Daher y el de José María Ibáñez, ratero confeso de Diputados. Ambos deben ser expulsados de sus respectivas Cámaras por mandato constitucional, por el “uso indebido de influencias, fehacientemente comprobado”. Todo diputado y senador que se niegue a cumplir la Constitución es pasible de nuestra ira ciudadana, la que se puede y debe traducir en un escrache civilizado.
Ejemplo: El indigno honorable se sentó a tomar un café en el patio de comidas; pues nos ponemos de pie y le aplaudimos estruendosamente, hasta que nos duelan las manos, hasta que la vergüenza le amargue la infusión y tenga que marcharse. Lo hacemos en el supermercado, en la calle, en el shopping, en la iglesia. O los señalamos en silencio, todos con el índice apuntándolos.
Hay muchas formas de hacerlo. Que se sientan hostigados por una sociedad que los vigila. Se reirán la primera vez, incluso la segunda, pero nadie soporta la malquerencia pública por siempre.
El momento es ahora. Estamos iniciando un nuevo Gobierno. Las reglas del juego están escritas; obliguemos esta vez a los jugadores a respetarlas. Dejemos de ser meros observadores, seamos sus árbitros. Una marcha cada tanto, una manifestación pacífica, un escrache, una silbatina.
Hagamos la lista de los delincuentes probados y sus cómplices.
Y que nos tengan miedo.