Juan Andrés Cardozo
Filósofo
Asistimos a un tiempo en el que la política se vacía de ideas. De palabras en las cuales están ausentes las representaciones conceptuales de la realidad. Y en especial, de la falta de un vocabulario vasto y claro que enuncia principios y proposiciones destinados a la comunicación y al diálogo que generen reflexiones y una conciencia crítica. Este es el mundo de lo público creado por el sistema establecido. Aquí, y en los países con tradición de formalidad democrática.
En efecto, la opacidad del pensamiento es prácticamente universal. Lo que se globaliza hoy es el lenguaje vulgar, acusatorio y distractivo. Y el que al invadir el campo de la opinión tiende a constituir el capital simbólico –el relato, la narrativa– que no es precisamente el universo de los saberes. Pues bien, esta gramática ya ocupa una posición hegemónica en la lucha por el poder político. Al control de la economía no le es suficiente el poder económico. Adueñarse también del poder político es la estrategia que avanza.
¿De qué manera se produce este proceso? La evidencia demuestra que es a través de la creciente y sistemática desintelectualización de las instituciones. Pues la exclusión del pensamiento crítico es el método seguro para evitar las filtraciones reactivas de la sociedad frente a las discrecionalidades.
En la filosofía política a este fenómeno se designa como la marca de nuestro tiempo. No se diría “el tema de nuestro tiempo”, porque el lenguaje actual está inficionado por el mercantilismo. Como tal, no se vende hoy la lógica de la razón sino de la norma –en tanto valor convencional y de uso– del mensaje. Claro está, la contextualización de esta interdicción de las ideas y, sobre todo, de la racionalidad conceptual, se limita a lo epifenómeno. A una connotación marginal y pobre de las definiciones alrededor del problema mismo.
La interdicción de los intelectuales
Esta interdicción de la racionalidad, a un tiempo teórica y crítica, ha inficionado la política. La proscripción de las ideas rige con celo en sus espacios. Pero difícil es determinar si originariamente se estableció en las academias. La sociología del conocimiento tiene que reconocer que la imposición de las jerarquías en el circuito de los saberes, relegando y subordinando la posición y el papel de los prestigios intelectuales y científicos, ha obedecido a factores políticos. La dirección y administración del saber se han dejado ya por varias décadas a los personeros del poder político. Así en las metrópolis y, por supuesto, en los centros periféricos.
Pero sería una concepción a-científica imputar unilateralmente a la política de la interdicción de la inteligencia. Tanto en su contexto como en las academias. En la actual lucha de clases en la teoría, los positivistas, los neopositivistas y los posmodernistas, por su aversión al pensamiento social y a la dialéctica, hacen un reduccionismo epistemólogico y subjetivista. Y, por lo tanto, no conceden importancia a la incidentalidad política y menos aún al determinismo económico.
El vaciamiento intelectual de las universidades es consecuencia del sistema político. Y más propiamente del poder acumulativo. Pero a la vez la política ha experimentado el velo de la inteligencia. En el siglo anterior, primeramente por el influjo del fascismo y del macartismo. Y luego, ya por el predominio del capital y de su concentración de los medios de información y de las tecnologías de la comunicación. Tecnologías no solo instrumental sino también de las técnicas de la propaganda y de la publicidad, así como de la sicología social.
La democracia no ha sido ni es un impedimento para purgar a la inteligencia de la política. El temor y la barbarie cometida por el terrorismo de Estado se convirtieron en una interfase de la política. La apologética de la igualdad de los derechos ha dado lugar a la expansión relativamente horizontal del sufragio “libre y universal”. Lo importante, ahora es la democracia formal y procedimental. La que sirve para que la ciudadanía acuda a legitimar el poder. Y para que, en carácter de mero sistema ornamental, siga relegando a la ciudadanía y a sus espectros del gobierno.
Resignificación de la democracia
Las formas de gobierno adquirieron dimensión política tras la resignificación moderna de la democracia. Y con la reconstitución greco-romana de la república. Ni la monarquía ni la aristocracia constituyen formas del contrato social de la política. Lo que, sin embargo, no ha impedido la reemergencia del Estado oligárquico, defección aristotélica de la aristocracia y hoy supuestamente de la élite, pues tampoco la minoría ilustrada está en el poder. Desde la sociología norteamericana, Wright Mills, la élite ya había pasado a ser el grupo poderoso de los líderes económicos y sociales.
Pues bien, será esta “capa superior” de la sociedad la que utilice –y mediante la consagración y vigencia del utilitarismo jurídico– la política como palanca para la legitimación del poder económico. La legitimidad procede de la democracia, instrumentalizada ya por la subordinación de los actores políticos o ya directamente por la incorporación a los aparatos partidarios de los actores económicos.
Esta incorporación no supone una a-politicidad de los actores económicos. Esa versión es de los ignaros de la ciencia política. La subordinación de los agentes partidarios era ya y es una cuestión política. La política devenida como la administración de la realidad con vistas al ejercicio concreto del poder.
¿Es irreductible este sistema? No. Y absolutamente. Bastará la reinsurgencia de la política, autoposicionándose de su finalidad per se: La apelación orgánica y sistemática a lo social para la socialización genérica de la justicia. Y para eso tiene que superar la contradicción de la misma política. Constituirla, como le interpela la dialéctica, en la superación de lo que no es, de su-no-ser, en negación de su antítesis, reconstituyendo su identidad. Esta es: la lucha sin cesar para que la política sirva a la dignificación de la vida humana, liberándola de toda alienación, miseria y explotación.