Tiene razón, en gran parte, pues aquella interrupción abrupta fue una herida profunda al proceso democrático e institucional del Paraguay. Pero los colorados ganaron.
En 2012 transitábamos la inédita experiencia de una alternancia política por vía electoral, tras sesenta años de hegemonía colorada. En poco más de un año Lugo completaría su mandato. Había llegado hasta allí con el fantasma del juicio político flotando sobre su cabeza. Los colorados lo habían intentado más de una veintena de veces. En ocasiones le faltaron votos, en otras un ambiente favorable, pero nunca dejaron de emplear el discurso apocalíptico que auguraba la caída del país en manos del “comunismo bolivariano”.
En realidad, Lugo había hecho algunos avances meritorios en la manera de negociar nuestra soberanía hidroeléctrica y de encarar políticas sociales –sobre todo en salud, en la institucionalidad de la función pública y en la asistencia a familias en extrema pobreza–, pero eso estaba lejos de ser suficiente como para catalogar a su gobierno como socialista. Lo hubiera sido si avanzaba hacia una reforma agraria significativa en un país con tan patética desigualdad en la tenencia de la tierra. Pero Lugo debió detenerse apenas intentó hacer un catastro nacional ante la feroz reacción de las corporaciones del agronegocio, los verdaderos dueños del poder.
Entonces ocurrió la masacre de Curuguaty, de la que seguimos desconociendo casi todo porque la investigación fiscal fue miserablemente sesgada, hasta el punto que el juicio fue anulado. Ese día fatídico, los colorados empezaron a ganar, no solo porque actuaron con rapidez y astucia, sino porque el gobierno respondió de modo indeciso y desconcertante. La tragedia proporcionaba argumentos y conmoción pública, pero aún faltaban los votos.
El gobierno se sostenía con el apoyo parlamentario liberal y Lugo no manejaba con destreza sus relaciones con el PLRA. Estos se sentían ninguneados por el presidente; el vice Federico Franco era un conspirador consuetudinario y, ya entonces, la tirria entre Efraín Alegre y Blas Llano era irresoluble.
Curuguaty fue la tentación a la que los liberales no resistieron. Fue la manzana envenenada ofrecida por la ANR a quienes estaban intoxicados de llanura. Cometieron entonces uno de los peores errores de su historia.
El hecho concreto es que la alianza opositora terminó en ese fracaso del que se cumple una década. Fue el fin de una curiosa arritmia histórica que llevó a uno de los países con la matriz social más conservadora de América a tener, efímeramente, un presidente de izquierda. Fue también el inicio de una dolorosa ruptura de larga duración que dividió familias y grupos sociales entre “golpistas” y “zurdos”.
Para los liberales fue un mal negocio. En los pocos meses que estuvieron en el poder mostraron su faceta más neooligarca, demolieron las incipientes políticas sociales y dejaron florecer una voraz corrupción. Con el previsible fin de futuras alianzas caminaron a una derrota segura ante el Partido Colorado, para entonces ya comprado por Horacio Cartes. Hasta hoy resulta difícil digerir tanta miopía política.
El coloradismo volvió sin depurarse. Volvió mucho más dependiente de un empresariado fraudulento, de la narcopolítica y de individuos de rampante mediocridad cultural. Desde hace diez años el Paraguay volvió a transitar el ritmo cansino y deprimente ofrecido por el mismo partido que nos gobierna desde 1940. Esto parece haber despertado a la oposición.
La firma de una concertación que abarca prácticamente a todos los sectores no colorados sonaba, hasta hace poco, como inaudito. Es cierto, falta lo más complicado: consensuar el método de elección de la dupla presidencial. Pero que hayan llegado juntos hasta aquí ya es sorprendente.
Diez años después, una nueva alianza opositora, esta vez más amplia, busca una nueva alternancia. ¿Será que las lecciones de junio de 2012 fueron aprendidas?