Al comienzo, Carlos Portillo pasaba desapercibido. Era uno de los tantos diputados con problemas con el castellano, pero eso era lo de menos. Hay políticos guaraniparlantes con una capacidad conceptual muy superior a otros que se expresan bien en español, pero sin decir nada aprovechable.
Se convirtió en atracción por exhibir una torpeza arrogante, casi agresiva. Cuando se enojó con un internauta que lo criticó, escribió: “Tengo 7 títulos universitarios con apenas 33 años, mucho todavía me vas a criticar porque nunca vas a ser diputado, egoísta, malparido”. Con esta respuesta airada, despertó la curiosidad morbosa de la gente: ¿Cuáles serían esos títulos? Pronto se supo que era un mentiroso. Y, para peor, algo corrupto, como quedaría al descubierto a continuación.
Pero incluso hasta allí, no llamaba la atención. Era un diputado paraguayo arrogante, poco preparado y sospechado de corrupción. Nada nuevo. En la Cámara de la Vergüenza había decenas iguales a él. Pero Portillo tenía lo suyo. Se las arreglaba para destacarse de la peor manera. Sus intervenciones eran fruto de una fatídica mezcla: Unas irresistibles ganas de figurar y una atracción fatal por el ridículo. Lo que daba resultado en sus bases electorales del Este era motivo de burlas en Asunción.
Muchas de estas críticas eran injustas y clasistas. Detrás de las acotaciones sobre su estilo valle, se ocultaba una mal disimulada aporofobia. Aunque, todo debe ser dicho, Portillo había dejado de ser pobre. Solo que no aprendía. Era casi imposible defenderlo. Iba de una metida de pata tras otra. Sus provocaciones en serie fueron agotando la paciencia ciudadana. Portillo ya no divertía, resultaba pesado. Lejos del antiguo parlamentario pintoresco se había convertido en el sospechoso de siempre. Es que siempre aparecía ligado al encubrimiento corporativo, a las causas turbias y a los pequeños y grandes tráficos de influencia.
Durante mucho tiempo pudo sobrevivir políticamente. Había entendido a la perfección las reglas del chiquero. Estaba rodeado de pérfidos mucho peores que él, solo que con un poco más de clase, de roce social. Nada que una asesoría en vestuario y unos talentosos toquecitos estéticos no pudieran mejorar. Mientras solo unos pocos se seguían riendo de él, su cacicazgo político-familiar se fue consolidando en todo el Este, hasta el punto que en su partido —que lo había humillado al comienzo de su mandato con una suspensión de seis meses— ahora lo cortejaban, tratándolo de “importante dirigente partidario”.
Portillo ya no dependía de ellos. Había descubierto el cambiante sentido de la política paraguaya. Podía ser llanista, cartista, oficialista colorado o liberal, según las circunstancias. Su codiciado voto estaba disponible para defender al colega en apuros por la amenaza de una pérdida de investidura. Hoy por ti, mañana por mí, era el lema de la poderosa logia de la Cámara Baja, que, gracias a eso, se sentía intocable.
Intervenía en nombramientos en los tres poderes del Estado, exigía cupos, su influencia solucionaba problemas variopintos. El infatigable Portillo ya se había olvidado de la época lejana en la que necesitaba apropiarse de viáticos de congresos internacionales a los que no había asistido.
Fue cuando cometió el desatino de ser pillado en pecado de imprudencia. Su lengua larga complicó a otros. Error inaceptable, rotura de códigos. Entonces, los que le habían perdonado todo, los que lo habían salvado en peores circunstancias, le soltaron la mano. Se quedó solo. Nadie lo defendió. Portillo había aprendido las reglas del juego mafioso, pero olvidó la más importante: la discreción.
“Volveré”, dijo al irse. Y es probable que tenga razón. La representación popular es un reflejo de lo que somos. Portillo no es el último, ni el peor de los diputados. Es falso que los pueblos tengan los políticos que se merecen. En verdad, tienen los políticos que les parecen. No es Portillo el que debe cambiar. Somos nosotros, a la hora de votar.