Caminaba por la calle en un feriado por el microcentro capitalino. El ambiente parecía fantasmagórico ante el vacío humano y la ausencia del bullicio habitual de un día hábil.
Como un ser salido casi de una película de terror, un niño ciertamente haraposo circulaba en la vereda. Su aspecto de abandono era constatable a simple vista.
El chico venía frontalmente hacia mí, por lo que opté por cruzar a la otra vereda para evadirlo. Siguió mis pasos de modo persistente, cual mosca molesta. Solo quería huir de su presencia (así también como del problema social y humano), pero entendí que su meta era lograr alguna limosna. Finalmente, le di algo de comer que tenía a mano.
Así, me logré quitar de encima ese peso y evadí momentáneamente con éxito el problema o molestia que tenía en frente. Ya cuadras más lejos, noté que el niño seguía allí. Y mi actitud tampoco logró extinguir esa situación social.
Pese a ser universitario, con cierta formación humanística y cristiana, observo de modo casi inconsciente que la pobreza es un problema que debe esconderse bajo la alfombra. Muchos académicos incluso llegan a inspirar políticas altruistas de inclusión e igualdad social a través de medidas sociales y económicas que mejoren la situación de todos.
Sin embargo, la aplicación de las políticas o su puesta en práctica dista en demasía de ser una realidad donde el bienestar y los derechos humanos estén por encima de todo.
Sin darme cuenta, encarné un microproceso de marginalización con simplemente exponer un ridículo pensamiento de “superioridad”. Esa idea es la semilla o germen de sutiles rasgos de violencia de una actitud “elevada”, y que, en su máxima expresión, puede devenir en procesos de ataques, deshumanización, atropellos y hasta puede conducir a procesos de esclavitud y muerte.
La marginalización, como proceso sociopolítico, es poner en la periferia a los individuos y grupos por parte de una mayoría, según lo define el académico Stevens Hall. Por su parte, la entendida Marcia Tucker señala que la marginalización es un proceso complejo y controvertido por el cual algunas personas o ideas son privilegiadas sobre otras.
En los procesos de marginalización, según los especialistas, hay luchas políticas de grupos diversos, en donde los grupos minoritarios o vulnerables quedan en cierta forma excluidos de un centro de poder.
Para Hall, la marginalización es tanto un proceso y una experiencia, que incluye opresión, donde la vida marginal es una vida en la periferia de una sociedad del mainstream (o dominante). Los marginados son aquellos que están en la sociedad, pero sin ser parte de ella, en una suerte de ostracismo obligatorio y no por decisión voluntaria y razonada.
Para otros entendidos, la exclusión llega incluso a articularse con formas violentas, que se traducen de diversos modos en el día a día de la realidad social. En ese sentido, hay una constante lucha para aquellos que están en condiciones de extrema pobreza y buscan sobrevivir y satisfacer sus necesidades básicas.
Una sociedad que mínimamente estudió y se formó en valores cívicos; que apuesta por una democracia representativa, participativa y pluralista, fundada en el reconocimiento de la dignidad humana; y que cuenta con una extracción humanista y cristiana, no puede replicar pensamientos, actitudes ni conductas donde la marginación social, el despojo, el atropello y la deshumanización del otro sea una regla.
Desde una visión personal veo que la pobreza no se soluciona con meras recetas económicas (dar limosnas al necesitado). La marginación y la pobreza nacen del mismo pensamiento humano que instala su visión como única, donde no es capaz de negociar ni dialogar con el otro. Resolver la marginación con dinero no es la mejor vía. Una esperanza de solución debe partir desde la conciencia, con un cambio de la mirada hacia al “otro”, donde uno sea capaz de abrazar al “otro”, a la humanidad del “otro” como se merece.