Para él, componer es contar una historia en la que cada instrumento es un personaje. Cuando era adolescente se escapaba del colegio para estudiar las partituras de Johann Sebastian Bach, uno de sus grandes referentes e inspiraciones. Se sonroja cuando lo cuenta, porque su travesura era muy diferente a la de otros chicos.
Su infancia la vivió entre Argentina y Paraguay. Su madre, la artista plástica Iris Cardozo, también fue una gran influencia para abocarse al arte. De niño, la veía creando todo el tiempo, ya sea pintando o moldeando figuras de yeso.
Al terminar el colegio, junto a otros amigos, entre ellos Marcelo Soler, conformaron el grupo Motherfunk. En ese momento empezó a componer. Incluso salieron de gira a la Argentina, a donde no había ido desde que tenía 10 años. Aquel viaje le abrió el panorama y ya en ese momento divisó la posibilidad de estudiar fuera.
“Siempre nos dicen que es imposible salir, o que si uno sale es porque puede costearse con todo el dinero del mundo, o porque hay que ser familiar de alguien. Pero resulta ser que hay opciones, hay ayuda”, asegura Quintás, quien en el 2017, junto a otros tres músicos, fue adjudicado con la beca Erasmus de la Unión Europea.
Actualmente su destino está en Hamburgo. Soñaba con conocer la universidad de su maestro, Alekos Maniatis, con quien realizó una diplomatura en composición y fue el que le impulsó a presentarse a la beca. Aprovechamos la visita de Rodrigo al país para conocer más sobre su universo musical —tan profundo como su pasión—, los trabajos que realizó y sus cuestionamientos sociales, que forman parte de sus procesos creativos.
¿Cómo empezó tu interés por la composición?
Empecé a estudiar música a los siete años, en Argentina. Quedé seleccionado para formar parte del coro de niños del Teatro Colón. Siempre estuve más inclinado hacia lo que es composición. Cuando volví a Paraguay me encontré con que acá no había composición en los conservatorios. Entonces mi formación inicial empezó de manera autodidacta. Me gustaba una obra de Bach, conseguía las partituras, las fotocopiaba, y me quedaba con la fotocopia de la fotocopia. Entendía cómo se conectaban las notas y cómo es muy literario. Escuchaba algo en un disco que me llamaba la atención y literalmente me encerraba a desglosarlo. Me escapaba del colegio para ir a casa a estudiar (risas).
¿Qué significa la composición para vos?
Para mí, la composición es ese medio de expresión para manifestar una realidad o —muchas veces— una irrealidad. La composición es escapar un rato de eso y otras veces es contar qué es eso. También creo que es una forma de construir una idea utilizando un aglomerado de información que termina desarrollándose como lenguaje propio. Es muy emocional y se trata de compartir un poco todo lo que está dentro de la cabeza.
¿Cuál es tu lenguaje propio?
Primero que nada, la búsqueda del lenguaje propio es lo más difícil del arte. Pero creo que a lo largo de todos estos años encontré formas propias de expresarme. Y las relaciono total y absolutamente con la idea del folclore y las raíces de la región guaranítica, que es muy amplia. Podría decir que ese lenguaje que a mí me gusta usar en la composición es una recopilación, a su vez, de un montón de cosas que siempre me gustaron desde chico, que están en el subconsciente. Utilizar el ritmo como motor y como corazón. Todo lo que engloba la polirritmia. Me gusta centrar al oyente en algo específico que necesito que se plasme y de ahí desarrollar, jugar un poco con su expectativa.
¿Cómo se relaciona el lenguaje musical con la literatura?
Creo que uno puede contar la historia tal como en la literatura. Presenta un personaje o una idea, y ese personaje puede dialogar con otro, desaparecer o aparecer otra vez. Esa forma la apliqué a mi primer disco, por ejemplo, en la obra Espejos rotos. Quería expresar esa idea compleja de la imagen que se rompe. Lo que hice fue presentar un personaje en el saxofón y después otro en el clarinete bajo, y esos personajes van hablando, hasta que por alguna razón entre los dos rompían ese espejo. Hay que saber cómo mezclar todos los ingredientes. La idea es llevar por un camino de emociones.
¿Cómo eran las clases con el maestro Alekos Maniatis?
Fue como empezar de nuevo en cuanto a reestructuración mental y conceptos. En sus clases había una cantidad de información tremenda y la cabeza salía latiendo de ahí. Siempre me gustó esa capacidad de concentrar información en muy poco espacio. Eran clases muy dinámicas. Un training tremendo. Yo me ponía los pesos a propósito, porque quería aprovechar. Además, utilizaba mi tiempo libre para visitarlo. Hablábamos mucho, yo le mostraba mis obras y él me compartía técnicas.
Dijiste que la composición es contar una realidad o escapar de ella. ¿Por qué?
Siempre me interesó la cuestión social. Para mí es muy influyente en la parte de la estética compositiva. Creo que la música contemporánea tiene que expresar, o por lo menos demostrar, una necesidad del momento o una idea de lo que es la estética del momento. Por ejemplo, Norte Sur es una suite que compuse y presentó la UniNorte años después del Bicentenario. Planteaba un cuestionamiento a la independencia, a lo que para mí es la mal llamada conquista. En lo personal creo que fue una invasión. El folclore, partiendo de la raíz, es posterior a todo eso, no se sabe nada de lo antiguo, porque se borró. No pasa como en otras regiones de Latinoamérica, donde sí hay instrumentos y cantos antiguos, cosas que realmente son la inspiración técnica para encontrar algo dentro del lenguaje propio. Mi tesis para la licenciatura también surgió a partir de preguntas que tenía sobre la dictadura.
¿Cómo pensaste ese trabajo?
Hablando con Federico Velázquez, trombonista y compañero mío, nos preguntamos qué había pasado en la época de la dictadura, porque tanto él como yo nacimos después del régimen. ¿Qué pasó a nivel cultural? ¿Cuál fue el impacto social que tuvo? Empezamos a ver que casi no había compositores y yo era el único de composición que se estaba recibiendo. En los conservatorios no hay composición, en la universidad —salvo en Bellas Artes— tampoco. No había acceso al estudio real de la composición. Entonces ¿qué pasó durante la dictadura? Antes no había, qué pasó después. Nuestro trabajo se llamó Compositores después del golpe.
¿Cuáles fueron los datos más llamativos de esa investigación?
Hubo un montón de factores sociales como resultado. Hicimos un recopilatorio de todos los compositores a nivel nacional y notamos que ninguno tuvo una educación formal en composición, todos fueron empíricos. Realizamos entrevistas y encuestas a mucha gente del ámbito, entre ellos a Luis Szarán y Remigio Pereira. Constatamos que hubo un intento de desarrollo en cuanto a composición, pero algo pasaba que siempre se cortaba. Es natural, porque no hay una búsqueda general de todo el ambiente. No hay asociaciones o grupos de compositores que hagan festivales de composición, por ejemplo. La ausencia de las cátedras de composición en los conservatorios y el uso de tecnicismos dan por ende resultados que a la larga no funcionan. A mí me llegó a pasar que orquestas no pudieron tocar algunas de mis obras, porque el nivel no funcionaba, porque el lenguaje técnico no funcionaba, entonces había que limitar. Y otro de los resultados que pudimos rescatar es que en el campo popular se está desarrollando mucho más la composición. Y eso es obvio, porque todos los grupos que hay están componiendo. Entonces hay más exponentes en el campo de la música popular que en el ambiente de la música contemporánea en cuanto al desarrollo estético del máximo nivel.
Con esa investigación también presentaste una obra que versaba sobre el exilio. ¿Por qué decidiste tocar ese tema?
Me estaba dando vueltas la dichosa primera sinfonía, entonces compuse una sinfonía de aproximadamente media hora, dividida en tres secciones: se llama Exilio. Está dedicada a todos los artistas que fueron exiliados en la época de la dictadura, por eso estaba relacionada con la investigación. Es una obra para orquesta reducida, sinfónica, no completa. En cada obra que escribo siempre hago como un texto, incluso el disco de jazz es toda una historia. En esta sinfonía hice lo mismo, es el grito del artista en sí, que quiere hacer lo que ama. Y es muy llamativo que actualmente, en el siglo XXI, por razones sociales muchas veces no se puede. Eso lo vivimos todos los días, en todos los ambientes.
Fuiste becado a Inglaterra y actualmente te estás formando en Alemania. ¿Cuáles son las diferencias que encontraste estando allá?
Fue muy diferente encontrarme con que tenía todo a mi alcance: bibliotecas, información, músicos, eventos, etcétera. Había conciertos todo el día, ensayos, estudios de grabación. Estando en Inglaterra hice la música de El supremo manuscrito, porque tenía todo a disposición en la universidad. Aproveché todo el tiempo para estudiar y para superarme cada día. En Hamburgo también, es una ciudad muy cultural. Había postes gigantes llenos de papeles y todo era arte: lanzamientos de libros, cine, conciertos, muestras de artes plásticas, performances teatrales.
¿Cómo vivís la música estando fuera del país?
Encontré que socialmente allá hay mayor experimentación y diversidad, porque son sociedades en las que todos los derechos se respetan. Y no solamente eso, sino que también se respetan las opiniones. Podés decirle a alguien que no te gusta lo que hace, en cualquier sentido, y se genera un debate a un nivel intelectual. No es que yo sea un eurocentrista, yo defiendo mi identidad. No me quiero camuflar de otro más. Pero acá no hay una conciencia real ni a presente ni a futuro.
Otro tema es la cuestión del adulto mayor. Cómo se toma la vejez en toda Latinoamérica. Mi profesor en Inglaterra, que en ese entonces tenía 80 años, ya estaba jubilado, pero quería seguir enseñando. Era una persona que estaba viviendo bien su vida, saludable, y que podía transmitir la educación.
¿Y cómo es componer la banda sonora de una película? En tu caso sobre El supremo manuscrito.
Tuve experiencias con audiovisuales, pero fue el primer largometraje para el cual trabajé. Me gustó mucho la idea de esa película: uno, porque Augusto Roa Bastos estaba latente; y dos, porque el personaje principal era tácito y se trataba de la obra de uno de los artistas más importantes del país. Empecé a escribir en base al guión y utilicé la técnica compositiva que se llama leitmotiv, muy usada en el cine, en la que cada personaje o situación tiene una idea compositiva. La obra se llamó Memorias de un grito de vida. La idea era demostrar que los artistas son parte de los pocos seres que tienen acceso a lo que tanto buscó el ser humano: la inmortalidad. Es genial que un artista como Roa Bastos, independientemente de lo bueno o malo que pasó en su vida, actualmente tenga un alcance a nivel mundial. Y me topé con algo interesante que es lo siguiente: ¿por qué no hay tantos artistas latinoamericanos que tengan ese nivel de reconocimiento hoy por hoy, con todas las redes y tecnologías?
¿Y por qué creés que está pasando eso?
¿Por qué no se está trascendiendo? Porque no se colabora. Creo que hay que dejar algo, una huella que haga resaltar no solamente el trabajo propio sino también el de otros artistas que quieren trascender. Para mí es un orgullo poder decir que puedo colaborar y ayudar a otros artistas, porque no es simplemente la colaboración de voy y te grabo un piano, sino desde el diálogo, el intercambio de ideas. Al fin y al cabo, es una lucha. Y uno se empieza a dar cuenta de que siempre hay que estar luchando y ahí está el tema de por qué no se trasciende fácilmente.
¿Creés que en los ambientes artísticos es más difícil tener una mirada social?
Sí, porque hay un rechazo a la hora de hablar de ideologías. Siempre te quieren etiquetar: sos de derecha o de izquierda, sos colorado o azul. No es un ambiente que tenga una unidad, no hay gremios. Hay mucho recelo también y eso genera impotencia. Es muy complejo, porque además existen orquestas que ni siquiera respetan los derechos del trabajador. O, por ejemplo, hay un montón de mujeres artistas que tienen una capacidad increíble y que no pueden tocar acá, ya sea por misoginia o por otros factores. ¿Cuáles son los beneficios y garantías que puede tener una artista como Berta Rojas? Es una de las mejores guitarristas del mundo, una de las pocas difusoras de Mangoré. Mientras ella está afuera es lo mejor, pero cuando está acá, ¿realmente se le da la atención que necesita? Y lo mismo sucede con un montón de artistas. Entonces vuelvo otra vez al nombre de la obra que escribí, es un exilio constante. Uno tiene que autoexiliarse.
¿Y vos cómo sentís ese autoexilio?
Acá nos brindan espacios, eso tenemos. Pero, al estar acá, todos los artistas creativos dependemos, al fin y al cabo, de un sistema que no nos va a funcionar. Sin contar toda la parte de derechos de la salud, seguridad, etcétera. Si no nos establecemos y no nos planteamos como una colectividad artística que merece otros derechos, ¿cuál es el futuro real de ser músico en una sociedad que no tiene planteada la idea a futuro? Si uno no aportó a IPS, no tiene jubilación. Hubo un montón de artistas que fallecieron acá bajo nada. Y se los olvidó. Al final llego a la conclusión de que todos queremos salir y estamos haciendo algo para lograrlo.