Por Andrés Colmán Gutiérrez
En Twitter: @andrescolmán
Santiago Leguizamón se reía ante el micrófono y compartía bromas con su colega y amigo Humberto Rubín, probablemente sin saber que eran algunas de sus últimas palabras.
Era casi el mediodía del 26 de abril de 1991, y Leguizamón estaba a punto de finalizar su tradicional programa Puertas Abiertas, en la emisora radio Mburucuyá, de su propiedad. Luego iba a juntarse con los demás trabajadores para compartir un almuerzo de conmemoración en el restaurante El Pato, sobre la avenida fronteriza que divide Pedro Juan Caballero de la ciudad brasileña de Ponta Porá.
Era el último enlace del día con la emisora asuncena radio Ñandutí, y desde el otro lado del auricular se escuchaba a su director, Humberto Rubín, con voz grave y preocupada:
Rubín: Te pido por favor que te cuides, Santiago.
Leguizamón: ¿Eh..? ¿Todavía querés que me cuide?
Rubín: ¡Mucho más que antes!
Leguizamón: ¿Vos escuchaste algún dato importante por ahí?
Rubín: Sí, sí.
Leguizamón: Je, je...
Rubín: No es para reírse. En serio, no es para reírse, Santiago. Estoy seriamente preocupado. Así que, por favor, te vuelvo a reperir: ¡Cuidate!
Leguizamón: ¡Gracias, Humberto!
Rubín: Parece que no me toma muy en serio. Tiene problemas muy serios allá, en Pedro Juan. ¡Muchísimas amenazas hay!
Leguizamón: Hay dos clases de muerte, Humberto. Una es la muerte material, la muerte física. Y otra es la muerte cuando uno abandonó la ética y la voluntad de trabajo.
Minutos después, Leguizamón se despidió de su audiencia y salió del precario edificio de madera en donde funcionaba la radio, en el barrio María Victoria, y subió al auto, un viejo Datsun de color blanco, acompañado de su fiel secretario, Baldomero <em>Karape</em> Cabral.
Ninguno se dio cuenta del hombre apostado en la esquina, que avisó a través de un walkie que “el paquete” ya iba en camino.
<h2>Asesinato al mediodía en la “tierra de nadie"</h2>
Sobre la avenida Rodríguez de Francia, en la esquina de la calle De Jesús Martínez, en plena línea fronteriza, un automóvil Volkswagen Gol color negro, con vidrios polarizados y puerta derecha abollada, estaba esperando.
Había tres hombres a bordo. Tenían armas y una siniestra misión.
Eran las 12.15 del mediodía, en la llamada “terra de ninguen” o “tierra de nadie”, que divide a dos países, cuando el Gol negro cerró el paso al auto blanco, y dos de los hombres saltaron a tierra. Uno llevaba armas cortas, presumiblemente una 9 milímetros y una 38 magnum, y el otro, una potente escopeta calibre 12 recortada.
Santiago detuvo el auto y vio que los hombres se le venían encima. Los disparos acribillaron el parabrisas. Herido y desfalleciente, Santiago aún tuvo fuerzas para gritarle a <em>Karape</em>: "¡Corré, salvate... yo ya no puedo!”. Cabral abrió la puerta y salió corriendo del auto, cuando escuchó la explosión final, el escopetazo que le arrancó a Santiago el ojo izquierdo.
Tras darle el tiro de gracia, los sicarios subieron al auto y cruzaron la frontera hacia Brasil.
Según los forenses, 21 balazos impactaron en el cuerpo del periodista y le causaron la muerte.
<h2>El precio de las investigaciones periodísticas</h2>
Santiago Máximo Leguizamón Zaván nació el 26 de marzo de 1950 en Villa Hayes. Octavo hijo entre nueve hermanos, primero se recibió de mecánico de aviación en Panamá, en 1968, y un año después obtuvo el título de ingeniero de vuelo.
Pero su verdadera vocación era el periodismo. En 1970 formó parte de la primera promoción de la entonces recientemente abierta Facultad de Medios de Comunicación, de la Universidad Católica de Asunción, que funcionaba inicialmente en el colegio Cristo Rey.
Allí se enamoró de una de sus compañeras, Ani Morra, quien se convertiría en su esposa y madre de sus cuatro hijos. Allí le marcaron a fuego las clases del jesuita español José Miguel Munárriz, quien pregonaba que “el periodismo debe ser la voz de los sin voz”.
Le incomodaba saber que la dictadura del general Alfredo Stroessner cometía tantos crímenes contra los derechos humanos, y casi ningún diario, ninguna radio, lo publicaba.
“Alguna vez voy a tener mi propia radio, aunque sea pequeñita, y nadie podrá censurarme”, solía anunciar.
Logró adquirir e instalar en la ciudad de Pedro Juan Caballero la emisora ZP31, radio Mburucuyá, que el 15 de diciembre de 1975 empezó a transmitir en el 980 del dial, en amplitud modulada.
El local de la radio no era más que una pequeña casa de tablas construida en medio de un enorme terreno baldío, casi en las afueras de la ciudad, a unos setecientos metros de la tierra de nadie, como llamaban los lugareños a ese mundo entre dos países, que es la frontera seca paraguayo-brasileña.
Allí, Santiago Leguizamón empezó a desarrollar una forma de periodismo radial poco usual para la época, dando voz a las comunidades campesinas e indígenas, y comenzó a cuestionar las “muertes por encargados” que se producían entre bandas de narcotraficantes y contrabandistas.
Se hizo corresponsal o colaborador de los más importantes medios capitalinos. Paralelamente, promovió festivales de teatro y de música folclórica, creó talleres de poesía y narrativa, editó poemarios y llegó a sacar dos números de su propia revista gráfica, también llamada Mburucuyá.
En marzo de 1991, como corresponsal del diario Noticias, ayudó a los enviados José Gregor y José Pastor Benítez a elaborar una serie de reportajes investigativos sobre tráfico de drogas, lavado de dinero, contrabando de soja y robo de vehículos. Las notas dejaban entrever una presunta complicidad entre los capos del crimen y el gobierno del entonces presidente, general Andrés Rodríguez. Los reportajes mencionaban como uno de los principales capos del tráfico al entonces poderoso empresario fronterizo, Fahd Yamil, más conocido como <em>El turco</em>.
¿Fue esa publicación la que selló su suerte? ¿O solo precipitó la ejecución de una condena ya decretada de antemano, como represalia contra tanta pasión informativa, tanto coraje periodístico, tanta lucha democrática, tantos sueños por hacer posible un país diferente?
En 1992, un año después del asesinato de Leguizamón, la Policía Federal brasileña detuvo a los sicarios brasileños José Tiro Certo Araulho, José Aparecido de Lima y Bras Vaz de Moura, quienes confesaron haber asesinado al periodista paraguayo “por encargo de Daniel Alvares Georges (hijo de Fahd Yamil) y su primo Luis Enrique Tulú Georges”.
La Justicia paraguaya nunca movió un dedo para utilizar esta confesión. Por el contrario, acabó encubriendo a los autores del crimen.
“Eligieron la hora: la luz cenital del mediodía, para que la sangre de tu sacrificio brillara en su más puro fulgor. Eligieron el sitio: la línea fronteriza entre el miedo y la impunidad en aquel remoto confín del país”, escribió el mismo día del asesinato, el escritor Augusto Roa Bastos, quien paradójicamente también murió un 26 de abril, pero del año 2005, en Asunción. A pesar de una orden de detención en su contra, Tulú Rodriguez Georges se paseaba tranquilamente por las calles de Pedro Juan Caballero, hasta que, el 5 de setiembre de 1996, el juez paraguayo Albino Aquino Amarilla lo exhimió de la prisión con una cuestionada resolución. Aunque Tulú no quedó desvinculado de la causa, nadie más volvió a molestarlo, y el voluminoso expediente número 70 del Juzgado del Crimen de Amambay quedó archivado entre los polvorientos anaqueles.
En la tarde del jueves 4 de octubre de 2012, en Ponta Porá, Brasil, a casi 40 cuadras del lugar donde Santiago Leguizamón fue emboscado y muerto por aquellos oscuros sicarios, poco más de 21 años después, otros sicarios emboscaron y acribillaron a Daniel Tulú Alvares Georges, y lo asesinaron de 17 balazos, junto a uno de sus guardaespaldas.
Veintidós años después, el crimen de Santiago Leguizamón continúa en total impunidad.
Con su asesinato, la mafia quiso acallar las voces críticas de los periodistas.
Pero no lo pudo lograr.
AUDIO: Gentileza Radio Ñanduti