Esta relativa fortaleza no fue muy difícil quebrar. En los últimos años se han visto casos emblemáticos que muestran de manera fehaciente que la orden superior y el tráfico de influencia podían impulsar decisiones y acciones escondidas detrás de dictámenes y expedientes cuidadosamente preparados o de argumentos falaces, ya que no se sostenían en la evidencia empírica. O simplemente se cajoneaban o se fingía no ver la irregularidad.
Así, obras como el metrobús pasaron por múltiples oficinas gubernamentales siendo aprobadas en todas a pesar de que el proyecto presentaba fallas estructurales desde el inicio y que constituía un riesgo fiscal. Innumerables contrataciones públicas se aprueban y ejecutan sin contar con las justificaciones necesarias para garantizar eficiencia y economía. Lejos estamos de garantizar el cumplimiento de los contratos en cuanto a la calidad de las obras y servicios.
Mayor gravedad reviste el ámbito relacionado con el lavado de activos, el narcotráfico, los flujos financieros ilícitos. Paraguay sale de las listas grises solo temporal y condicionalmente, siempre con el riesgo de volver a entrar. En todos estos años no hemos podido construir una trayectoria firme hacia la reducción del contrabando y de la evasión y elusión tributaria.
Muchas entidades fundamentales para garantizar la seguridad jurídica en el ámbito económico siempre fueron de dudosa integridad, como la Aduana o las autoridades con competencia en el control de las fronteras.
Ni hablar del rol del sistema judicial en la penalización de los delitos económicos. Frente a la corrupción imperante, casi no hay casos castigados y menos aún la recuperación de los recursos malhabidos. La impunidad se convierte así en la madre de los delitos económicos.
A los históricos sectores que influían a su favor en las decisiones económicas internas, en los últimos años se han incorporado las presiones vinculadas al narcotráfico y los flujos financieros ilícitos, impidiendo que Paraguay se ubique entre los países que implementan las medidas mínimas exigidas para la reducción de los delitos económicos globales.
Así, la fortaleza de la institucionalidad económica está encaminada a convertirse en un mito que en algún momento fue una ilusión originada en un umbral ciudadano sumamente bajo. Hoy, probablemente, gracias a los medios de comunicación masificados y los mecanismos de transparencia la evidencia es más clara y se debaten públicamente fenómenos como el tráfico de influencia, los conflictos de interés, la puerta giratoria, los sobrecostos, el prevaricato o el abuso de poder.
No es una casualidad la percepción ciudadana sobre la corrupción o la desigualdad que pone al Paraguay entre los primeros países del mundo en las encuestas. Tampoco es casualidad que en la realidad nuestros indicadores muestren la persistencia de profundas brechas económicas, a pesar del buen desempeño macroeconómico. Estos son resultados de una histórica ausencia de instituciones económicas que pongan al bien común por encima de los intereses particulares.
La concentración del poder económico y del poder político no solo impide que los beneficios del crecimiento económico lleguen a todos, sino que profundizan las desigualdades, ya que quienes concentran recursos económicos también tienen la capacidad de torcer las regulaciones y decisiones a su favor.
Las autoridades económicas actuales deben tomar nota de la situación en la que van a dejar sus cargos, ya que todos son temporales y deberán rendir cuenta no solo de su gestión formal, sino también de su ética y de su compromiso con el país. La sociedad recordará sus decisiones y tarde o temprano deberán enfrentarse a ella.