El Gobierno –dirigido por un prófugo de la Justicia internacional, Benjamin Netanyahu– celebró la semana pasada la mudanza (otra vez) de la Embajada paraguaya a Jerusalén, polémicamente en el “(des)concierto de las naciones”. El primer ministro israelí se parece a Vladimir Putin en esto de ser requerido por crímenes de guerra, pero el líder sionista goza de mayor popularidad en ciertas élites y dirigencias políticas (todavía); al contrario del ruso y antinorteamericano, cuya invasión ucraniana es moral y criminalmente más reprensible que el genocidio en la Franja de Gaza y las incursiones militares devastadoras en “siete frentes”, como se vanaglorió Netanyahu en la Knéset frente al Autómata del Bando de los Contrabandos, Santiago Peña, presidente del Paraguay.
Con orgullosa cara de estadista, Peña se despeñó hacia el “lado correcto de la historia” por una supuesta “obligación moral” de los paraguayos con Israel, algo no solo desconcertante, sino peligrosamente criminal a instancias de lo sucedido en Medio Oriente: no vaya a ser que nuestro presidente viajero sea acusado de encubrimiento y nos arrastre a escenarios insospechados. Preguntado unos días antes en París por la AFP si detendría en Paraguay a Netanyahu, reveló Peña que se pasaría por donde no le da el sol aquello de la división de poderes y del orden jurídico internacional: “No, ninguna posibilidad. Claro que no”, reconoció. Es decir, Paraguay violaría entonces el Estatuto de Roma que firmó en 2001.
Se envaneció, además, el Autómata de que el Estado paraguayo reconozca al palestino, a pesar de que active en favor de su desaparición por mandato de Horacio Cartes y sus negocios. Nobleza obliga decir que fue el gobierno de Fernando Lugo (volteado por colorados y liberales) el que impulsó este reconocimiento a que los escarlatas jamás hubieran llegado por cuenta propia. Menos aún si la mera posibilidad hubiera sido mencionada bajo el periodo del Titiritero mayor del golpe parlamentario de 2012, Cartes, en el inicio de un idilio oriental de intensidad inédita por parte de un sector del Partido Colorado, idilio oriental que ahora llega a su apogeo con el Autómata en su conocido rol de Estafeta, no del Estado paraguayo, sino del Quincho de la Avenida España: es Peña el mensajero más caro del país.
Netanyahu, Putin y Cartes tienen en común que no pueden salir de sus países así nomás. El ruso al menos puede moverse por las ex repúblicas soviéticas de su radio de influencia, mientras el israelí no puede pisar “solamente” 124 países, pero EEUU sí. Cartes, ¡pobre de él!, está por ahora condenado a refugiarse en este confín del planeta donde, eso sí, gobierna estrafalariamente y con escaso consenso de las élites económicas, con una lícita e ilícita modernidad medieval en donde la tecnología israelí juega un papel principal en materia de negocios de seguridad y conocimiento.
El de Peña es un gobierno de delincuentes y criminales, a confesión de parte y en el fuego cruzado, de una carpa colorada a otra. Ocasionales investigaciones de la Justicia también lo atestiguan. Por eso, no extraña que este Gobierno encubra a criminales masivos: es otra de sus artes obscuras auxiliar a los secuaces.