Esta última condición con la realidad es harto peligrosa y pone en riesgo la situación de quien asume frente a todos lo que es en realidad. Los ricos nuestros, los verdaderos, son casi desconocidos por el gran público y son los que en contadas ocasiones, cuando uno los encuentra, a la pregunta de cómo les van las cosas, hacen un gesto de preocupación afirmando que todo está muy duro y que apenas se sobrevive. Y eso que acababa de ganar en algún negocio lícito un millón de dólares.
El país acostumbró a todos a no asumir frente a los demás su realidad.
La verdad verdadera es casi desconocida para el gran público e incluso para los círculos más cercanos.
Es un rasgo de identidad que se usa para protegerse en un país donde el que se exhibe demasiado, siempre corre riesgo de perderlo todo.
Los operativos antinarcóticos que vuelven orgulloso al presidente Abdo —quien no para de contar las estancias, vehículos y mansiones confiscadas— nos muestran un mundo social que al exponer tan impúdicamente su riqueza, se ha tornado débil y vulnerable.
Ese grupo casi siempre viene de sectores sociales que alcanzaron la riqueza en negocios ilícitos y tienen la enfermiza manía de mostrarse ante propios y extraños el nivel que han alcanzado.
Otros van más allá de las carreras de caballo e incursionan en las de autos con autódromo propio, lanchas, estadios y equipos de fútbol; y, últimamente, estaciones de servicio, donde se convoca para todo incluso para cargar combustible.
Las apariencias son, por el contrario, el escudo protector que defiende a aquellos que han contado cada centavo en la construcción de su riqueza. Los otros, que lo han conseguido rápido y pronto, están urgidos de demostrarlo y es cuando pierden.
En la vida pública pasa una cosa igual. Aquellos que más presumen de mostrar su éxito en el ámbito político, jurídico, económico y social son por lo general los que no pueden esconder la vergüenza de dinero malhabido.
Hay un tipo de construcción de casas del mismo estilo, por ejemplo, para los empleados de aduanas. Marcas de automóviles que identifican a los administradores del sector público en relación con la tarea que realizan.
Los que muestran se exponen a todo y los que aparentan pueden permanecer por un largo tiempo sin importar el color partidario del que tiene el poder político circunstancial. Hacen parte del deep State (el Estado profundo) ese que, en realidad, es el que maneja el poder de la Administración Pública.
Aparentar ser duro cuando se es un flan le pasa a nuestro presidente que cuando habla en un mitin político pareciera encarnar el implacable perseguidor de la mafia, amenazando que antes de dejar el poder dirá quiénes son los jueces y fiscales funcionales al crimen organizado. Lo más probable es que no pase nada, pero ya aparentó ser un hombre de carácter cuando en realidad no lo es.
En Caaguazú, ante un molesto y dependiente Nicanor, les mentó a todos que los gobiernos anteriores al suyo pactaron con la mafia, pero que él no lo hizo. Aplaudieron todos, claro, menos Nicanor.
El Paraguay de las apariencias —que simula, que miente y que hizo del truco su juego favorito en las cartas— debe en algún momento asumir su realidad, que le grita en cada esquina su pobreza, incapacidad e ignorancia, que nuestros administradores hacen que les importa cuando en realidad las desprecia profundamente.