Al entramado social latinoamericano, de por sí herido en sus esferas más vulnerables por pobreza, inequidad y falta de empleo, le viene asaltando también el flagelo de la masiva migración forzosa.
Desterrados, familias enteras en busca de un mejor porvenir, sitúan a Venezuela, principalmente, como escenario expulsor de millones de personas a otros países.
Autoridades con poca capacidad de respuesta, la violencia y hasta fenómenos naturales, convirtieron también a Haití en el nuevo foco de un éxodo penoso, con anhelo de refugio en diversas fronteras.
Se vio en los medios a la guardia norteamericana, montada a caballo, repeler el intento de ingreso irregular de haitianos a territorio estadounidense, y el rechazo del gobierno mexicano a la instalación de una franja para estas familias.
Saltó seguidamente el caso de la frontera Norte chilena, donde vienen ingresando desde Bolivia o Perú muchos venezolanos y haitianos, primariamente aceptados, pero con una derivación en limitaciones recientes, y con el rechazo abierto de una parte de la población.
Muestras y expresiones de abierta xenofobia se replicaron en Iquique y otras ciudades norteñas del país trasandino, marchas contrarias a las políticas migratorias y énfasis en la defensa de un patriotismo mal entendido se suscitaron para reivindicar la intolerancia y el irrespeto al derecho universal que asiste a los migrantes y refugiados.
Pero apareció la contrapartida, obviamente, traducida en las manifestaciones a favor de encontrar soluciones para los extranjeros que huyen de sus países con una mano atrás y otra adelante, entendiendo que el odio no es la salida si la idea es la convivencia dentro de la diversidad.
Los procesos migratorios forzados y de manera masiva eran (en realidad lo siguen siendo, pero no ya tan visibilizados en los medios) pan de cada día en zonas históricamente conflictivas, como el Medio Oriente y el Norte de África, cuyos habitantes se ven en la imperiosa necesidad de abandonar territorio original, perseguidos por el hambre y las balas de gobernantes corruptos.
Se convirtieron en todo un símbolo de disgregación posmoderna las improvisadas embarcaciones que trasladaban seres espectrales hacinados, a lo largo del Mar Mediterráneo en busca de las costas europeas, algunos de los cuales perecían en el intento y cuyos cuerpos sucumbían en aguas profundas. La guerra civil en Siria es la mayor expulsora, en este caso.
Las políticas de contención en el Viejo Continente se fueron endureciendo y ahora ya no es fácil ingresar a esa comunidad si uno es extranjero, además de no tener aptitudes calificadas para algún oficio y arrastrar solo penurias. Los antagonismos se multiplican y el chauvinismo es la regla para repeler a las etnias diferentes.
El fenómeno ya instalado y que se incrementa en la región latinoamericana hace suponer que, con las principales políticas regionales -ajustes fiscales, contención de la inflación y disyuntivas propias de los procesos de corrupción, sin visos de solución a corto plazo-, la pobreza seguirá mancillando a las capas sociales más desprotegidas, obligando a un mayor caudal de movimientos masivos que busquen huir de sus países de origen.
Se seguirán presentando los escenarios donde exista relativa mejor condición para asentarse (grandes urbes de países más democráticos), pero con estrategias de contención y con una población ya hastiada del accionar oficial; lo que podrá ser caldo de cultivo para culpar acerca de todo nuevamente al extranjero que ansía asimilar la nueva cultura.
Será imperioso no dejar al arbitrio de la irracionalidad de algunos el abordaje de este fenómeno muy transversal. Lo ideal es que cada país alcance el estadio de sanear sus instituciones, para brindar contención a todos sus habitantes, y que muchos no se vean obligados a migrar a tierras donde la seguridad también puede diluirse en la mera relatividad.