15 jun. 2025

Sobrevivir

Benjamín Fernández Bogado – www.benjaminfernandezbogado.wordpress.com

Pasaron los dos primeros años de Abdo, los únicos en los cuales se puede hacer algo si se tiene deseos de hacerlo. Los restantes tres son solo para consolidar lo hecho y comenzar a despedirse. Se deja un buen tiempo, casi cuatro meses, entre la elección y la asunción de agosto justamente para pulir el plan de gobierno y elegir a los mejores gerentes del proyecto.

El presidente desperdició ese tiempo en el 2018 y eligió mal a sus colaboradores. Nadie más que él es el responsable de ello. Creyó tontamente que la suerte le sería eterna, pero se encontró por el camino con inoperancia, corrupción, sequías, incendios, dengue y Covid. Despreció la razón y huyó del trabajo de gobernar que implica definir metas, controlar su ejecución, amonestar y echar a los que no cumplen los propósitos.

Se puso una meta grande: acabar con la corrupción, y para eso dijo que no le importaría “caiga quien caiga”. Creyó que con apoyar algunos cambios en la Corte sería suficiente cuando el mecanismo de la injusticia es mucho más complejo que eso.

No quiso ejercer la potestad de presidente y creyó que las cosas se resolvían por sí mismas. Craso error. Se le acumularon los pendientes y a falta de ejecutividad de gestión acabaron por sobrepasar a su gobierno.

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En vez de imponer temor dio lástima y eso lo detectaron de inmediato los pillos, aventureros y pícaros de siempre. Sobre las fallas de su gestión se instaló la idea de que Abdo era parte de la corrupción que había prometido enfrentar. Su inveterado propósito de procrastinar lo arrasó en el acta de Itaipú y en varios momentos donde debería haber preparado el escenario más propicio para sus mejores acciones de gobierno. Instaló la idea de que el gobierno es un ente que tiene vida propia que se llama burocracia contra la que no se puede ganar, a no ser que se pretenda de verdad impulsar los cambios. Abdo es un adolescente que se resiste a madurar. Detesta todo aquello que requiere y necesita trabajo. Culpa siempre a otros de sus propios defectos y no asume su condición de primer mandatario. Parece estar complacido con el cargo al que llegó sin importarle para nada el compromiso y la responsabilidad que presupone. Proyecta debilidad o liviandad, como lo diría su ministro del Interior. Cree que deshacerse de sus corruptos es responsabilidad de la Justicia cuando a todos los sospechosos él los nombró para el cargo. En el camino instala la idea de que no se anima a echarlos porque es cómplice de los mismos.

Dice que cree en la Justicia cuando está absolutamente seguro de que la Fiscalía General se maneja a control remoto y por eso opera con la dudosa Secretaría Nacional Anticorrupción como un estadio intermedio y final para blanquear a los sospechosos de casos turbios. No tiene un Estado Mayor que le dé racionalidad y orientación. Eso supondrá escucharlos y él asumir las consecuencias de sus decisiones, pero eso como todo adolescente teme profundamente porque lo forzaría a madurar. Se contenta con polenta con osobuco cuando la tarea real de gobernar es más compleja que validar la sazón de la comida de la señora.

Se entregó a un acusado de la Justicia brasileña, a quien su “hermano del alma” Messer lo mostró a cuerpo descubierto. Se abrazó con él cuando debería haber guardado distancia social y enviado a cuarentena en albergue brasileño a su socio político de ocasión. Le asustaron con la idea de sacarlo por la vía del juicio político y, en vez de evitar sus causales, se abrazó con quien apesta. Todo mal. Nos queda sobrevivir a cómo sea.

Quedan tres largos años para nosotros y los días contados para él.